Juan Paredes Castro

Martín Vizcarra no es, por supuesto, el inventor del primer golpe de Estado para disolver un Congreso mediante la utilización de mecanismos aparentemente legales y de la propia Constitución contra la Constitución.

Lo han hecho y lo seguirán haciendo otros, mientras la democracia esté más insertada en el papel que en la sociedad misma.

Es más: Vizcarra encabezó la más demoledora cruzada anticorrupción política, fiscal y mediática que se recuerde, encubriendo sus propias evidencias de corrupción, a causa de las cuales fue vacado por el mismo nuevo Congreso que él promovió en reemplazo del que disolviera inconstitucionalmente.

Hace mucho tiempo que los golpes de Estado ya no están acompañados del ruido de patrullas de soldados ni de orugas de tanques pasando en dirección de una sede de gobierno para deponer a su ocupante.

Han dejado de ser actos militares rápidos y violentos dirigidos al derrocamiento de un régimen democrático o autoritario.

Ahora abundan los gobernantes de origen democrático convertidos en tiranos secuestradores de la voluntad popular y saqueadores de los recursos y arcas fiscales de sus naciones.

El gobierno de Pedro Castillo encarna precisamente el proceso gradual de control absoluto del poder, a través de una práctica cada vez más común: la del golpe de Estado “paso a paso”, que sirve, en su teoría y aplicación no violenta, para desestabilizar, desde dentro y fuera, el sistema democrático, el modelo de economía de mercado y el sostén fundamental de ambos: la libertad de prensa.

En efecto, desde hace ocho meses vivimos en el Perú un bien disimulado golpe de Estado “paso a paso”, que recién empezamos a rechazar con fuerza luego de haberlo consentido en su estrategia y avance visibles. Estamos llegando al punto de la inminente pérdida del último bastión de contención, el Congreso, lo que conduciría a futuro a la captura inmediata e indefinida del gobierno y el Estado a manos de Castillo y Vladimir Cerrón, en sucesión automática.

Los dos primeros pasos que dio Castillo en su golpe de Estado “paso a paso” lo hizo en las narices de dos importantes poderes: el Jurado Nacional de Elecciones y el Congreso de la República.

El primero dejó pasar, como plan de gobierno del entonces candidato presidencial, el ideario firmado por Vladimir Cerrón, que preconiza la instauración en el Perú de un régimen marxista-leninista, absolutamente reñido con el sistema democrático peruano. El segundo permitió, en la cabeza de su presidenta, María del Carmen Alva, que el candidato electo jurara como presidente por una Constitución que no era la vigente y anunciara, desde el recinto del Congreso, que gobernaría fuera de la sede desde la cual, por ley y tradición histórica, tendría que gobernar.

El siguiente paso debía consistir, como lo hiciera prepotentemente Vizcarra, en provocar en el Congreso opositor la figura de la negación fáctica de la confianza sobre lo que se le ocurriera al gobierno para declarar el cierre del Congreso. Se eliminaría así, sin demora alguna, el único y principal obstáculo para instaurar la asamblea ad hoc de los pueblos originarios que llevaría al cambio total de la Constitución y a la alborada de un nuevo ensayo comunista en América del Sur, al más puro estilo del que viven, por desgracia, Venezuela y Chile.

Debilitada esa posibilidad, el Congreso, más fuerte entonces que ahora, cerró, mediante ley expresa, la vía de la cuestión fáctica de la confianza, pero no logró neutralizar las pretensiones autoritarias de Castillo. Este pasó rápidamente a controlar poco más del tercio de votos (47) del Congreso, anulando por anticipado toda iniciativa de vacancia presidencial, por graves y consistentes que sean las evidencias de corrupción que lo comprometen y por visible y probada que sea el grado de catástrofe de la ineptitud y negligencia gubernamental extendida a lo largo y ancho del Estado.

El golpe de Estado “paso a paso” le ha permitido hasta hoy a Castillo sobrevivir políticamente a su propia confesión de no estar preparado para gobernar, tender un manto de silencio y secretismo sobre sus actos y responsabilidades presidenciales y rodear de la máxima impunidad todas las arbitrariedades legales y constitucionales que han hecho de muchos ministerios antros burocráticos de sabotaje a la educación, a la salud, al transporte, a la minería, a la agricultura, al turismo, a la cultura y a la paz laboral.

A este ritmo, el último bastión de la democracia, el Congreso, podría tener los días contados. No faltará una bien construida teoría de conspiración contra el orden político, social y económico que sea pregonada a los cuatro vientos y justifique la reedición de un ‘vizcarrazo’, corregido y aumentado.

No habrá entonces Acuerdo Nacional ni Consejo de Estado ni monseñor Carlos Castillo ni cardenal Pedro Barreto como hacedor del milagro de que la democracia nos sea devuelta.

Juan Paredes Castro es periodista y escritor