(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Fernando Berckemeyer

Cuando recién conocí a , no me dio la impresión de ser una persona abierta. Me pareció que tenía cara de pocos amigos y que sonreía escasamente. Solo 20 años después, cuando lo invité a escribir la columna que mantuvo en estas páginas hasta hace muy poco, y lo empecé a tratar con más frecuencia y más de cerca, cambié mi impresión. Pasó a parecerme tímido con esa timidez que tantas veces tiene la gente de piel delgada. Es decir, me di cuenta de que todo lo que había creído eran señales de cerrazón eran, en realidad –como suele ser el caso–, señales de lo contrario: de una apertura estructural al mundo que se defendía de sí misma con el escudo de la timidez.

No tendría que haber esperado a volver a tenerlo en mi vida tanto tiempo después para darme cuenta de que Gonzalo era todo menos lejano. La forma como llevaba su curso era ya un testimonio de eso. Ahí se hacía obvio que uno estaba ante un profesor no solo comprometido con su disciplina, sino con compartirla. Una combinación que actúa en una clase como actúan los climas fértiles sobre la tierra. Por eso, creo, a tantos nos marcó esa introducción a la Sociología con la que nos recibía el primer año de Letras de la Católica.

Personalmente, por ejemplo, nunca olvidé el estudio de la vida en las cárceles que hicimos bajo su guía: toda una sociedad paralela, forjada en un mundo aislado, marcado por el miedo, la escasez, la dureza y el deseo de sobrevivir, en la que los seres humanos cobraban nuevos roles e identidades, a veces incluso contrapuestos a los que habían vivido en sus vidas en ese otro mundo de la libertad. Creo que ahí se me hizo patente por primera vez la verdad de lo que escribió Ortega y Gasset: “El hombre no tiene naturaleza, sino historia”.

Como fuese, con Gonzalo la cosa nunca se quedaba en el descubrimiento y la descripción del fenómeno humano que se tuviera al frente. La suya no era la mirada del entomólogo. A él lo que de verdad le interesaba era la injusticia, en la forma en la que estuviera, en el lugar en el que quedara: encontrarla, ponerla de relieve, hacértela saber y, en última instancia, para usar una palabra muy suya, comprometerte.

Como columnista no fue muy diferente. Sus artículos eran ensayos en el sentido primigenio: exploraciones. Verdaderos y muy honestos intentos por descubrir qué era aquello que de verdad podía afirmar sobre el tema que estuviera tratando. Estaban, además, escritos de una forma siempre llana que casi escondía la avasalladora erudición que existía detrás de ellos y que, sumada a la cantidad de dudas y aún perplejidades que expresaban en voz alta, los hacía sentirse como una mano abierta que te invitaba a pensar juntos.

En ese compartir, Gonzalo no evitaba los temas más personales, como en los dos duros artículos que escribió sobre sus pensamientos y emociones en torno del terrible cáncer con el que vivió los últimos cinco años de su vida, y que terminó matándolo. Tampoco las ideas que le eran íntimas en un sentido más espiritual, como sus cavilaciones sobre el bien y el mal, y el sentido –o sinsentido– de la vida.

Me viene a la mente un artículo que escribió sobre esto último y que me resultó particularmente inspirador. Se preguntaba en él por qué los seres humanos nos preocupábamos tanto por diseccionar el mal, y desarrollamos teorías para entenderlo en todas sus vertientes; y nos dedicábamos tanto menos a entender la naturaleza del bien, que a él le parecía “mucho más interesante”. Sobre la probable esencia del bien, citaba a Vasilly Grossman: “La bondad particular de un individuo hacia otro es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología: podríamos denominarla bondad sin sentido… el amor ciego y mudo, que es el sentido del hombre”. A lo que Gonzalo agregaba a renglón seguido: “Y qué es el amor sino el sentimiento que acompaña al despertar de la alegría”.

Cuando reflexiono sobre cómo era y veo su recorrido ahora que ya no está, me pregunto si esos más de 40 años que enseñó en las aulas de la Católica en la forma que he descrito (además de en sus libros) no fueron un ejemplo continuado de esa bondad sin testigos. Lo que sí sé es que se siente, precisamente, “un despertar de la alegría” cuando uno lo recuerda como su profesor y reconoce que, mientras exista, tendrá motivos para decirle: muchísimas gracias, maestro.