Lo que está avanzado en el Perú no es la ideología anticapitalista, como ocurrió en años pasados, sino las mafias, que eventualmente se mezclan con los antisistema porque coinciden en el rechazo a la inversión formal. El caso de Cajamarca es casi el único que podríamos denominar ideológico. Allí se ha impuesto una prédica ambientalista antiminera que atribuye la prisión de Santos a una conspiración minera y no a los cuantiosos sobornos que ha recibido, confesados por quien se los dio. El propio ex cura Arana los avala.
En Puno Aduviri postula el retiro de la Sunat (luego de haberla incendiado). Él es el líder de los contrabandistas y, de paso, de todos aquellos que no quieren control alguno. En Juliaca hubo una revuelta contra el predial, que terminó prácticamente abolido.
Lo que vemos es la expansión de territorios liberados de la ley a manos de narcotraficantes, mineros y taladores ilegales, sindicatos de construcción, invasores organizados de tierras y terrenos, extorsionadores de toda laya, proveedores de los gobiernos regionales y locales, etc. Todas estas mafias suelen estar conectadas con fiscales, jueces y policías.
Gobiernos regionales y locales adinerados son el centro de gravedad de algunas de ellas. Es ese conjunto de redes ilícitas el que se despliega detrás de las elecciones de este domingo. Los “políticos” representan cada vez menos demandas de carácter ideológico y cada vez más intereses delictivos en torno al botín presupuestal.
En los gobiernos subnacionales hemos puesto la carreta delante de los caballos: les hemos dado ingentes recursos y funciones sin responsabilidad fiscal alguna. No generan sus propios ingresos, casi no recaudan, y por lo tanto no mantienen una relación de responsabilidad con sus electores, quienes entonces tampoco fiscalizan: el escenario perfecto para el robo, el patrimonialismo y el clientelismo. Un gobierno sin contrato fiscal con su población se convierte en una satrapía.
Lo que, a su vez, fomenta la multiplicación de movimientos locales codiciosos, a costa de los partidos. Les pedimos a los partidos políticos presencia en las provincias, pero el propio Congreso les niega financiamiento público y mantiene reglas electorales que favorecen su desintegración. En esta ocasión han hecho un esfuerzo –sobre todo APP, AP y Fuerza Popular– y han presentado más candidatos a las elecciones regionales (no así a las municipales). El Apra, en cambio ha desertado o se ha camuflado vergonzantemente (22 candidatos el 2010 y solo 8 ahora). Enrique Cornejo no recibió el apoyo de García, por ejemplo, pero eso le ha permitido construir un perfil propio que quizá le traiga votos.
Las leyes laborales y tributarias, por su parte, incentivan la informalidad e impiden el crecimiento de las pequeñas empresas. La clase media emergente está bloqueada y no puede formalizarse ni acumular, desbordando eventualmente a la ilegalidad.
Con el crecimiento económico han crecido las inversiones formales pero también las informales. Lo que tenemos es una batalla entre ambos mundos. La gran tarea nacional de los próximos años será la revolución de la institucionalidad, del imperio de la ley, para incorporar al país y ponerle fin a la impunidad.