Carlos Contreras Carranza

Con su definición de la violencia como partera de la historia, Marx dignificó una práctica tenida hasta entonces por detestable. Según el padre del socialismo científico, la violencia podía forzar cambios que pacíficamente nunca ocurrirían, porque la clase dominante tendría siempre la legalidad de su lado. Esta idea se contrapuso a la tesis anterior, plasmada en la frase de que “una mala paz será siempre mejor que la más feliz”. La paz es siempre deseable, pero tampoco lo es a cualquier precio, y cada quien tiene para ello su romana. Por su parte, entre los peruanos, podríamos decir que una porción no desdeñable parece estar de acuerdo con la idea de que los cambios importantes en la historia se han conseguido mediante la violencia.

Estas reflexiones vienen a cuento de la conmemoración, en este 2023, de dos siglos del fin de la revolución liberal española, de la que, según la interpretación de algunos historiadores, fue parte y consecuencia la independencia de las hispanoamericanas, como nuestro viejo Virreinato. En 1823 un ejército francés despachado por Luis XVIII cruzó los Pirineos e invadió la península ibérica, a fin de restablecer el absolutismo, terminando con la vigencia de la Constitución y el régimen de derechos civiles y políticos de los ciudadanos defendidos por el liberalismo. Aunque este acto podría entenderse como la injerencia inaceptable de un país sobre la política de su vecino, se trató también de una guerra civil, en la medida en que el ejército de los “Cien mil hijos de San Luis” venía integrado en parte por realistas españoles que renegaban del régimen liberal y aspiraban al restablecimiento de un gobierno presidido por el rey y la Iglesia, sin controles ni limitaciones.

El 1 de octubre de 1823, el monarca español Fernando VII, verdadero beneficiario de la intervención francesa, abolió la Constitución que limitaba sus poderes, disolvió las Cortes y restauró el absolutismo. Una de sus primeras preocupaciones fue restablecer el orden en sus dominios americanos, lo que en verdad equivalía a recuperarlos, puesto que a esas alturas estaban casi todos perdidos, aunque esta era una situación que en Madrid no era percibida en su real dimensión dada la lentitud de las comunicaciones y lo contradictorio de los informes. Durante los años del “trienio liberal” (1820-1823), la estrategia del gobierno peninsular frente a la insurgencia emancipadora había puesto énfasis en la negociación antes que en la guerra. Convencidos de que era posible resolver las demandas de las élites americanas sin desmembrar “la nación española”, el gobierno de Madrid dispuso que se entablasen diálogos con los dirigentes independentistas. La frase de la mala paz y la guerra feliz fue precisamente empleada por el virrey Pezuela en la carta que envió a José de San Martín a poco de su desembarco en Paracas, invitándolo a unas conferencias de paz que se celebraron en Miraflores.

Nuevas conferencias de paz fueron realizadas por su sucesor, José de la Serna, a pesar de que este criticó luego a Pezuela por no haber atacado enérgicamente al ejército de San Martín inmediatamente tras su desembarco, dándole un valioso tiempo, con el trámite de la negociación, para consolidarse y apertrecharse. En 1821 llegó incluso al Perú el comisionado del gobierno de la península, Manuel Abreu, quien antes de entrevistarse con el virrey visitó a San Martín y pareció encantado con su plan de instalar en el país una monarquía constitucional dirigida por un príncipe de la realeza española. Tiempo después, los generales realistas que rodeaban a La Serna declararon que, escuchando a Abreu, uno parecía estar delante de un miembro de los insurgentes antes que de un enviado de la corona.

Las negociaciones entre las autoridades y los patriotas no fueron fáciles, por las barreras de la distancia y las expectativas de soberanía que ahora abrigaban las élites americanas. Algunos diputados liberales en las Cortes de la península llegaron en esta coyuntura a sostener que era mejor aceptar la independencia de las colonias americanas, procurando obtener a cambio ventajas en el comercio, sobre la base de los lazos culturales establecidos. Tan prudente determinación fue, empero, sacada de la mesa por don Fernando, quien, en el inicio de 1824, ordenó el cese de todos los comisionados y negociaciones en América, instando al uso de la fuerza de las armas contra los insurgentes. En el Perú la restauración del absolutismo español coincidió con la llegada de Simón Bolívar, un líder pragmático que, a poco de llegar al país, declaró que la guerra se ganaba con despotismo y no con plegarias piadosas. El escenario para el despliegue de la solución militar estaba servido y se zanjó en Junín y Ayacucho, con la derrota del virrey.

A dos siglos de distancia, podemos concluir en que una salida negociada, como la que proponían los liberales en las cortes españolas, hubiera ahorrado no solo vidas, sino la involución económica y las pérdidas financieras que sufrimos a ambos lados del Atlántico. El triunfo del absolutismo en nos dio la guerra feliz, pero, como dijera Bolívar, a cambio de todo lo demás

Carlos Contreras Carranza es historiador y profesor de la PUCP