Durante la primera década de nuestra república, cuando se instaló la primera asamblea constituyente pero también la traición y el modelo golpista para asaltar el Estado y hacerse de sus recursos, reinó la desesperación entre actores incapaces de entender la situación ignota que enfrentaban. El testimonio de José María de Pando es una de las excepciones a la regla. Al válido de Agustín Gamarra le angustiaba “contemplar tantos inútiles ensayos, tantas oscilaciones de métodos transitorios y de formas vanas, tantos delirios extravagantes mezclados con tan aborrecibles atrocidades, tanta pueril vanidad amasada con tan lastimosa impotencia”. Ciertamente, la política peruana fue construida sobre un “terreno deleznable”; es decir, sin instituciones, y fue por ello que los aventureros que llegaban al poder terminaban produciendo un sinfín de calamidades. Lo más preocupante, de acuerdo con Pando, era que el “nuevo pacto social” que surgía de las cenizas de las sucesivas revoluciones era pintado por el gobernante de turno como el triunfo final de “los principios tutelares de la sociedad humana”. Mientras que lo cierto era que cada crisis política llevaba en su seno “el sacrificio de nuevas víctimas, el ostracismo y la rapiña”. Dentro de ese difícil contexto, la triada violencia -deterioro estatal- corrupción se fue imponiendo como parte constitutiva de la cultura política peruana a lo largo del tempestuoso siglo XIX y su legado nos sigue acompañando.
En el caso de la república temprana, lo que se vino gestando durante diez años de conspiraciones ininterrumpidas fue esa “guerra maldita”, a la que se refirió Domingo Nieto en una de sus cartas. Este crudo diagnóstico ocurrió antes de que el militar moqueguano cayera devorado, también por un conflicto armado que se inició con una disputada elección presidencial (1833) y culminó con una guerra internacional, la de la Confederación (1837-39), en la que participaron ejércitos bolivianos y chilenos, además de peruanos.
En esa coyuntura, Lima fue ocupada por nuestros vecinos del sur con la venia y el apoyo de una de las facciones en pugna. El corolario de esta encarnizada lucha, inicialmente entre el Ejecutivo y Legislativo, fue la pérdida de la hegemonía del puerto del Callao y su sustitución por Valparaíso en el Pacífico Sur. La toma de Lima en 1838, feminizada y simbólicamente humillada por una posterior oleada de invasores extranjeros en 1881, representa el ajuste de cuentas de una ex Capitanía General, ofendida durante el virreinato, contra una república cuyo presidente huyó a la Sierra, dejando a la capital peruana incendiada y regada de cadáveres.
La guerra – como muy bien ha sido estudiada– no es un mero instrumento de uso político racional, debido a que en su transcurso va generando pasiones y odios que pueden llevar a la destrucción del sistema político de donde ella emerge. Ahora bien, si no todas las confrontaciones se transforman en guerras absolutas es porque, en la práctica, intervienen numerosos factores que generan “fricción” y entorpecen la escalada hacia el uso total de la fuerza. Más importante aún, Carl Clausewitz cree que, bajo condiciones normales, la racionalidad del Estado termina siempre por imponerse sobre los acontecimientos, de modo que el “objetivo político” de la guerra evite que las hostilidades se salgan de proporción. Pero ¿qué ocurre cuando el Estado, como el caso del peruano de antes y de ahora, es torpe y violento? Y más aún cuando este conglomerado de entes desorganizados ejerce escaso control sobre una geografía difícil, careciendo, además, del respeto de una sociedad secularmente fracturada, buena parte de cuyos miembros se sienten despreciados a la vez que excluidos de las decisiones que les conciernen. Se corre el riesgo de ingresar a la contingencia más absoluta y en el escalamiento de la violencia derivar a la situación de testigos inermes de la muerte, que no perdona a nadie.
El Perú está una vez más en llamas y con un Gobierno que, por un lado, no tiende puentes ni trata de entender la complejidad de la situación que enfrenta – pensando que la represión es la única solución– y una oposición con justas demandas, aunque infiltrada por fuerzas violentistas y desestabilizadoras que se niegan a dialogar. Es por ello que, cuando escucho que desde el Ejecutivo aparecen palabras como “anarquía” y algunos manifestantes esgrimen la idea de la “guerra civil”, como destino inevitable, pienso en esa estrofa final del poema de José Emilio Pacheco: “Vamos a ciegas por la oscuridad. Caminamos sin rumbo por el fuego”. Y es que hay huecos negros en la historia que, cuando son visitados, no es posible volver atrás.