Quería comentar sobre la reacción desmedida de algunos de nuestros sacha Chicago Boys respecto al tema de la discriminación lingüística por parte de grupos de poder. No lo haré desde el punto de vista lingüístico, no soy experto; y los que lo son ya lo han hecho muy bien. Más bien, me gustaría indagar por qué la desigualdad resulta tan incómoda para la mayoría de los defensores del modelo económico. Si no logran obviar el tema por completo, procuran desmerecerlo como trivial, o negar su existencia.
El fetichismo de mercado se construye sobre dos asunciones. La primera es que la riqueza solo es creada por el mercado y la segunda es que el sector privado es siempre más eficiente en la provisión de bienes y servicios. Es una forma de pensar que impide reconocer tres cuestiones evidentes: que la desigualdad existe (y, por ende, hay grupos de poder), que es profunda e injusta, y que el mercado por sí solo no la va a desaparecer. Piensan que aceptar estas cuestiones es admitir resquicios en los mecanismos del mercado, lo cual para ellos equivale a un ataque contra la libertad.
Dos de los grandes legados de la Ilustración fueron la libertad y la igualdad. Sin embargo, hacia mediados del siglo XX, para los economistas forjados por pensadores como Hayek y Friedman, la libertad económica se transformó en la única verdad y la igualdad pasó a ser una suerte de artificio conjurado por pensadores “socialistas”. En todo caso, para muchos de estos liberales, la falta de igualdad puede ser ignorada por tres razones.
Primero, porque será eventualmente disminuida por el “goteo” resultante del crecimiento económico impulsado por los propietarios-inversionistas. Se les pide paciencia a los que perciben que la desigualdad aumenta o se estanca. Como engañamuchachos, nos presentan como avance de este proceso que la pobreza ha disminuido a menos de la mitad (hecho cierto y concreto), pero… ¿y qué tiene que ver esto con la desigualdad que se mide sobre la base de la concentración de ingresos/riqueza? Lo que sí es claro, es que en los últimos treinta años la riqueza ha tenido un proceso imparable de concentración en el Perú y el mundo. El neoliberalismo ha sido capaz de desafiar la gravedad descrita por Newton inventado el “trickle up”.
Segundo, porque nos aseguran que la desigualdad no es un problema. Por el contrario, es lo que alimenta la competencia. Inclusive, muchos señalan que veinte años de gran desigualdad sería buena para el país. Si se intenta reducir mucho por mecanismos redistributivos sería –bajo esta visión– destinarnos a la complacencia, y asfixiaría el crecimiento económico.
Tercero, porque el mercado es el mejor mecanismo para asignar recursos y cualquier interferencia nos lleva inexorablemente a males mayores. Por ejemplo, en los últimos días, varios comentaristas de este Diario nos dicen que cualquier cosa es mejor que controlar los precios de los medicamentos. Más bien señalan que es bueno que se especule y aumenten las medicinas porque ello atrae a más proveedores y así el importe eventualmente bajará por el aumento de la oferta. Claro, si tengo un presupuesto limitado y necesito urgentemente la medicina hoy día, estoy fregado hasta que se autocorrija el mercado. O sea, no están dispuestos a aceptar que en una emergencia me debo poner inmediatamente del lado del ciudadano (¡ahora!). Lo peor de todo es la hipocresía, porque en momentos de recesión o crisis económica, lo primero que se reclama es mayor gasto “contracíclico” o “condiciones especiales” (prebendas) para el sector privado.
Reconocer cualquier tipo de desigualdad (lingüística, económica, de género, étnico-racial) es admitir necesariamente que el sistema mismo lo crea y que se deben tomar medidas correctivas, las cuales casi siempre tendrán efecto negativo sobre los grupos de poder: un sistema tributario realmente progresivo; regulación efectiva contra monopolios y oligopolios; velar por el estricto cumplimiento de los derechos laborales, ambientales y del consumidor; impulsar la igualdad de oportunidades; mejorar la educación y salud (sean privadas o públicas); entre otras.
No, mejor resulta “hacerse el sueco”, magnífica expresión que –según el DRAE– significa “desentenderse de algo, fingir que no se entiende”; y, ¡puf!, desaparece.