¿Tienen ustedes esos sitios que están llenos de historias personales? ¿Que cada vez que los recorren se pueblan de memorias? Hace poco caminaba por el patio de Estudios Genarales Letras de la PUCP –que este año cumple 50 años– y, como estamos en vacaciones, lo encontré inusualmente despoblado, con su rotonda y con un árbol que parecía un bonsái gigante como testigo de tantas historias que muchos compartimos ahí. Me asomé por uno de los salones escalonados donde guardábamos nuestros sitios con chompas o cuadernos, donde los más valientes se sentaban a la vista de los profesores, donde antes de la irrupción de los celulares y computadoras portátiles afrontábamos el tedio garabateando verdaderas obras de arte en los cuadernos o escribiendo nuestros nombres con letras surrealistas. Como dicen los memes, “éramos felices y no nos dábamos cuenta”.
Vi tantas historias mías y de mis compañeros pasar en mi memoria y no pude evitar añorar las clases de nuestro profesor José Agustín de la Puente, que se nos adelantó hace poco pero que nos dejó toda una forma muy bonita de vivir la historia. Todavía guardo ese recuerdo que me sirvió para pensar en cómo, efectivamente, los peruanos la vivimos actualmente. Quizá hemos olvidado que la historia no está solo en los libros, monumentos o museos, sino también en nosotros mismos. Y es eso lo que el profesor De la Puente nos enseñó: que la historia del Perú no solo se escribió en las campañas militares o conquistas, sino también en la vida cotidiana. Que el Perú como nación ha sido una construcción paulatina que comenzó como un ideal y que no solo se forjó en campos de batalla sino también en las discusiones, en las calles, en las sobremesas, en la protesta, en la convivencia de los grupos disímiles, en la mixtura de la comida, en los ideales y en las contradicciones que todavía nos acompañan y que contribuimos a construir.
Aproveché para sentarme en uno de los salones y pensé en esas clases en las que estudiábamos la historia de la gesta republicana y la guerra con Chile a partir de la correspondencia de la época. Me puse a pensar en cómo hoy en día un chico podría reconstruir su historia a partir de sus correos electrónicos y sus redes sociales que, en muchos casos, se archivan automáticamente. En el futuro, un historiador quedará sorprendido de ver el conjunto de universos que los textos cibernéticos crearon, y cómo los mundos del Facebook generaban una idea del Perú distinta a la de los resultados electorales.
Recuerdo que el profesor De La Puente nos hablaba de la estructura arquitectónica de las viejas casonas, y de los solares y callejones que permitían distintos tipos de tertulia o de encuentros valiosos en el desarrollo de las ideas independentistas. Y no estoy seguro de si esta costumbre haya desaparecido con el advenimiento de las nuevas tecnologías de comunicación que han cambiado nuestra cultura. Que nos conectan mucho y nos sincronizan más, pero que también nos hacen mucho más silenciosos con el que tenemos al costado y más tímidos al intercambiar miradas frente a frente.
Cada sociedad ha elegido su propia manera de registrar lo que considera historia y no todas tienen la misma forma de hacerlo. Por ejemplo, muchas sociedades consideran el mito como parte de su propio registro de hechos verdaderos, como parece haber sido el caso de la historia incaica donde la sacralidad del soberano y la mitología fundacional estaban integradas en las narraciones de hechos pasados. A su vez, muchas tradiciones históricas distintas a la occidental no conciben el tiempo como lineal; es decir, como una sucesión de hechos. Para algunas culturas, el tiempo puede ser percibido como un ente circular, en el cual los ciclos se repiten, ya sea en esta u en otra dimensión (de ahí, los entierros con ofrendas o la perspectiva de la reencarnación). Sea como fuere, toda sociedad tiene la necesidad de mirar atrás para poder entenderse, avanzar y aprender de los propios errores.
En nuestro caso, ¿ hemos aprendido de nuestra historia? No. Pareciera que nuestra concepción del tiempo fuera cíclica, pues insistimos en preferir gobiernos autoritarios y sacrificamos nuestra democracia en busca de orden, caudillos e instituciones patriarcales desfasadas.
Esta celebración del bicentenario tal vez nos encuentre fragmentados como nación, pero no mudos, sino con más voces y perspectivas para contar, no una, sino varias historias, no desde un solo grupo, sino desde todos, y estoy seguro de que esa gran tertulia en la que todos tendremos algo que compartir cumplirá el sueño que tanto añoraba nuestro querido profesor.