Entre prisiones preventivas, excarcelaciones y ministros que guardan miles de soles en su oficina, en las últimas semanas varias noticias económicas han pasado casi inadvertidas. Todas ellas, sin embargo, empiezan a augurar un temporal nublado para la economía peruana en los próximos meses.
En primer lugar, entidades generalmente optimistas, como el Ministerio de Economía y Finanzas o el Fondo Monetario Internacional, han ajustado a la baja su proyección de crecimiento para el país. En la misma línea, J.P. Morgan estima que el Perú crecerá por debajo del promedio de la región este año, algo inusitado antes de la pandemia. Además, el Bank of America ha advertido que la economía peruana será una de las dos en América Latina que entrarían en recesión hacia finales del 2023, junto a México.
Es cierto que la fortaleza fiscal peruana todavía está mejor posicionada que la de otros países de la región, pero solo unos días atrás la agencia Fitch Ratings rebajó la perspectiva de calificación del Perú de estable a negativa. ¿Qué significa esto? Que están con los ojos puestos en lo que pueda pasar en el país por el deterioro de la estabilidad política y el debilitamiento de las instituciones.
Ahora, pensar que todo esto es consecuencia del Gobierno que inició en julio del año pasado sería ignorar a la manada de paquidermos en la habitación. No hay duda de que la administración actual ha hecho que estos elefantes se sientan bastante cómodos, pero no han sido ellos quienes los dejaron entrar al cuarto.
Para muestra, basta con revisar el documento “Actualización del Diagnóstico Sistemático del Perú” (SCD, por sus siglas en inglés), publicado esta semana por el Banco Mundial. A grandes rasgos, lo que advierte el organismo es que ya llevamos buen tiempo sin poder seguir el ritmo de expansión tras el ‘boom’ de materias primas de hace unos años. Con ello, el crecimiento se ha ralentizado, lo que sacó a la luz dos grandes problemas: la baja productividad del sector privado peruano y las inequidades geográficas en términos de desarrollo.
Sobre lo primero, mucho más que otras economías similares, en el Perú unas pocas empresas grandes con altos niveles de productividad operan junto a muchísimas micro o pequeñas empresas (que representan el 98% del total). Y la legislación fomenta que así sea. Como señala el informe, las empresas peruanas crecen mucho más despacio, si acaso logran hacerlo. Mientras que en EE.UU. una empresa con cuatro décadas de actividad suele ser en promedio ocho veces más grande que las que tienen cinco años o menos, en el Perú sería apenas dos veces más grande.
Sobre lo segundo, el acceso a servicios básicos varía ampliamente en todo el país. La conectividad e infraestructura varía considerablemente entre regiones, lo que aumenta costos y reduce oportunidades. Además, si bien se ha avanzado en temas como acceso a electricidad, agua, saneamiento e incluso Internet, los niveles siguen por debajo del promedio de la región. Más que nada en saneamiento.
Lo grave es que nada de lo que dice el Banco Mundial es nuevo. Es más, no es ni siquiera la primera vez que nos lo advierten. Según el documento, se trata de los mismos problemas estructurales que describieron en el informe del 2017, solo que ahora han empeorado.
Lo bueno es que, junto con el diagnóstico, la evaluación también sugiere reformas para que cambie la situación. Puntualmente, el texto enumera 16 prioridades que abrirían la puerta para que salgan los elefantes (estas van desde cambios normativos que fomenten el crecimiento de las empresas hasta una mejor gestión de riesgo para fenómenos naturales). Ojalá que esta vez alguien las tome en serio, porque si no, con cinco años más de lo mismo, los paquidermos nos terminarán desalojando.