No hay cáncer gris, por Diego Macera
No hay cáncer gris, por Diego Macera
Diego Macera

Soy profesor de Economía Pública en la Universidad del Pacífico. Uno de los asuntos más interesantes que me toca conversar con mis alumnos es la distinción entre una gestión de intereses legítima y responsable –en la que personas o empresas discuten con autoridades públicas sus posiciones– y un abuso de influencia. A veces hay áreas grises, y conviene que los estudiantes tengan claros los principios y señales de alerta que diferencian un inocente almuerzo de trabajo de un controversial cafecito.

Pero eso es solo a veces. En otras ocasiones, la transgresión ética es tan clara que no hace falta una clase universitaria para llamarla por su nombre. Lo que se conoce hasta ahora sobre el caso de Odebrecht, por ejemplo, cae en este segundo grupo. Cuando hay dinero de por medio que aparece en las cuentas bancarias de funcionarios públicos, queda poco por discutir en el salón. Y aunque aquí no haya grises que debatir, los destapes dan oportunidad de reforzar dos lecciones importantes para la clase.

La primera es que el poder del Estado importa. Contrariamente a lo que dicen algunos, el poder público no ha muerto a manos del mercado y del ‘neoliberalismo’; no ha sido minimizado o abolido por la globalización. Si así fuese, ¿qué interés existiría en capturarlo, distorsionarlo y corromperlo? Por el contrario, el Estado tiene todavía un enorme poder que usa para interactuar con el sector privado. Desde empresas públicas –Petro-Perú, Banco de la Nación, Agrobanco, etc.–, pasando por regulaciones y controles de todo tipo en todos los sectores económicos, hasta –por supuesto– contratos de inversión con empresas de infraestructura, el Estado importa. Que en ocasiones ese poder sea capturado no significa que no exista, sino todo lo contrario.

La segunda reflexión para la clase es aún más importante. Parte del objetivo del curso de Economía Pública es mostrar a los alumnos –teórica y empíricamente– que el modelo de libre mercado produce casi siempre los mejores resultados, y que este requiere de una participación real del Estado para operar. Pero esto únicamente es verdad cuando el sector privado no se mete a la cama ni con su competencia ni con el sector público.

Para aquellos que creen que la economía liberal –con sus matices y bemoles– es la alternativa más justa y que produce los mejores resultados, quizá no haya algo más dañino que la perversión del sistema que traen la corrupción y el mercantilismo. En estas aguas, defender el modelo capitalista es condenarse al escarnio. La libertad económica es –dicen– un mantra para los ingenuos que “no saben cómo funcionan las cosas en el mundo real”. 

Pero la corrupción y el mercantilismo son, de hecho, exactamente lo opuesto a los principios de libertad y competencia que rigen la economía liberal. Culpar a la economía liberal de estos dos males es como culpar a la rutina de ejercicio y dieta sana de las enfermedades; estas siempre pueden aparecer, pero son precisamente lo contrario a lo que se buscaba con el sistema.

Los concertadores de precios, los coimeros, los que piden monopolios legales, los que ilegítimamente ejercen presión para su subsidio o su arancel, los que evaden impuestos, todos ellos no son parte del sistema económico liberal; son su cáncer. El reto para los que creemos en el libre mercado es tener muy claro este diagnóstico para defender –con aplomo, sin complejos, sin la cola entre las piernas y sin murmuraciones– los principios que valen la pena. O por lo menos es mi esperanza que mis alumnos a fin de ciclo así lo entiendan.