La “Tía” menos favorita, de la que todos están pendientes, es una inversión de US$1.300 millones en Islay, Arequipa, que hoy pende de un hilo. No será fácil convencer a la población del Valle de Tambo que confíe en su Tía María y hay razones. Detrás está Southern Copper, minera con décadas de malas prácticas ambientales y laborales, cuyo 75,1% hoy pertenece al Grupo México, responsable “del peor desastre ambiental en la industria minera del país de los tiempos modernos”, según dijo el gobierno federal mexicano del derrame de sulfato de cobre en el río Sonora, en agosto del 2014.
El pésimo manejo gubernamental de las crisis sociales, sumado a la inexperiencia de los funcionarios –que rotan de puestos claves con cada cambio de ministro–, no ayuda. Jaime de Althaus, en una nota reciente, sostiene: “Aquí es donde aparece nuestra precariedad política: no hay partidos capaces de movilizar a los partidarios de la inversión ni canales de comunicación abiertos con los extremistas”. Tiene razón, y hay algo peor: un clima de desconfianza donde el mensaje del miedo cala hondo.
Las próximas horas son cruciales, pues, de hecho, se radicalizarán las protestas en la marcha de este miércoles, 22 de abril, Día Internacional de la Tierra. Ese día los pobladores querrán decir al mundo que no están en contra del desarrollo, pero sí de prácticas extractivas nocivas a la salud y al ambiente. El Estado y la empresa no deben generar más desconfianza y menos calificar a los pobladores como “terroristas antimineros”, pues los empujan a identificarse más con los opositores, es decir, con quienes en apariencia defienden sus mismos intereses proagrícolas. Una cosa es sancionar a los cabecillas de los desmanes, y otra pretender imponer visiones del desarrollo como sea.
El flamante primer ministro Pedro Cateriano –con poca empatía– dijo: “¿Qué ganamos oponiéndonos al proyecto? Que no haya agua, vivienda, un buen hospital, que no haya seguridad ciudadana, que no existan las condiciones de vida a las que hoy un ciudadano del siglo XXI tiene derecho”. Olvidó el señor Cateriano que ese “ciudadano del siglo XXI” tiene también derecho a vivir en un ambiente sano y equilibrado, y que las autoridades le garanticen el ejercicio de ese derecho.
La sensibilidad de proyectos mineros en zonas de tradición agrícola obliga a que las extractivas inviertan en tecnología de punta, investigación y equipos de última generación que garanticen la eficiencia ambiental. Exige, además, tres condiciones siempre subestimadas: informar, consultar y compensar. En el Perú existen empresas que así lo entienden y logran lo que otros creen es una utopía: desarrollo sostenible con licencia social. Hay otras que merecen las sanciones morales y sociales hasta que se saquen la venda de los ojos: el mundo ha cambiado; todos quieren los beneficios del desarrollo, nadie quiere quedarse rezagado ni aspira a vivir de la caza, la pesca y la recolección de frutos. Es inconcebible que empresarios insensibles no sepan diferenciar terroristas infiltrados (que bien podría haberlos en algunos casos) de pobladores hastiados.
Existen alternativas, como el “green mining”, de países avanzados, donde la remediación ambiental empieza el día que abren sus operaciones y corre paralelamente, que destacan lo ecológico, social y cultural. El objetivo además es fortalecer la investigación e innovación en los mismos centros mineros para perfeccionar la gestión ambiental. ¿Podemos hacerlo en un futuro próximo? Con voluntad y dos dedos de frente, todo es posible.