Me niego a pensar que el dolor es un camino hacia la felicidad. Esa idea de que no hay gratificación sin sufrimiento está ligada a concepciones de culpa y castigo que las religiones siempre han sabido explotar para mantener a raya a los seres humanos. Las tragedias, los imponderables, son simplemente eso, cosas que nos pasan que, si tuviéramos la capacidad de regresar en el tiempo, como Arnold Schwarzenegger en “Terminator”, buscaríamos la manera de enmendarle la plana a la historia para saltarnos esos episodios desagradables.
Pero no somos “Terminator”. Nadie va a venir del futuro para evitar que un comerciante de animales salvajes de Wuhan desperdigue el COVID-19 o a advertirle a nuestra clase política que, si no deja de pelearse como en una cantina de mala muerte, el Perú se va a ir al traste. No tenemos esa suerte. La tecnología no nos permite corregir nuestra historia, aún. Y estamos agotados. En poco tiempo hemos soportado mucho. Hemos visto jurar a cinco presidentes en cinco años y a tres Congresos en tres años. Hemos sido testigos de una acusación de fraude electoral sin fundamentos y de la llegada al poder de un mandatario sin las mínimas credenciales para gobernar. Nuestra precaria democracia ha estallado por los aires y seguimos mirando atónitos cómo la continúan petardeando desde diversos flancos.
Por si la incertidumbre y la ansiedad provocadas por la crisis política no fueran suficientes, no existe peruano al que el COVID-19 no haya tocado. Hemos enterrado 200 mil muertos, hay quienes han contraído deudas de más de US$100 mil para salvar a un ser querido. Están los que han perdido sus empleos (inicialmente, más de seis millones de peruanos se quedaron sin fuente de ingresos). Más de seis millones de alumnos esperan su vuelta a clases y 300 mil han abandonado sus estudios por falta de herramientas para seguir la enseñanza desde casa. Hacía tiempo que no experimentábamos esta sensación de derrota que se encarama sobre los supervivientes de un desastre natural o de una espantosa guerra.
Y tal vez una de las mayores catástrofes que estamos atravesando es nuestro envilecimiento. La polarización, el grito, la intolerancia, nos han alejado del duelo, de la compasión. Ante el coronavirus, que nos recordó la capacidad de igualar que tiene la muerte, hemos reaccionado de manera mezquina, exacerbando nuestras diferencias. El alarido se ha instalado en el lugar del diálogo, la histeria en el de la sensatez, el cargamontón en el de la reflexión. En momentos en que la pena se nos ha pegado a todos como una pátina de mugre que no sale con nada, en lugar de desarrollar empatía, estamos ocupadísimos en encontrar ese rasgo que nos divide para inflarlo y blandirlo como una espada frente a ese otro que acaba de convertirse en nuestro peor enemigo.
Uno mira el mundo y la imagen no es menos desoladora. La tendencia a la división y al pleito menudo, lleno de emoticones y emojis, se expande por viejos y nuevos continentes. En Austria no se ha vacunado el 35% de la población porque movimientos neonazis azuzan a los austriacos para que se rebelen. La variante Ómicron que salió de Sudáfrica, país que solo ha alcanzado la vacunación completa del 23% de su gente, se empieza a colar en Europa, como un grito de protesta de aquellas naciones que no tienen capacidad para inmunizar más rápido a los suyos.
Las tragedias no deberían llegar para darnos lecciones ni como clases maestras de nada. Sin embargo, cuando se instalan entre nosotros, deberíamos ser capaces de asumirlas y llorarlas. El mundo no estaba preparado para un evento de esta naturaleza. No porque no hubiera vacunas para contenerlo, sino porque nos está faltando alma para procesarlo. Los efectos adversos de esta nueva forma de ser inhumano tendrán secuelas. Ya las estamos sufriendo.
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