Hace algunos días vi un video de una reportera entrevistando a casi una docena de jóvenes estudiantes. La pregunta concreta fue en torno a la fecha de la Independencia, que, para el caso de Lima, conmemoraremos en cuatro meses. La pregunta fue bastante abierta ya que a los entrevistados se les ofrecía una serie de posibilidades –Tarma, Trujillo, Barranca, Huamanga o Huánuco–, algunas de las que conmemoré virtualmente. Pero cuál sería mi sorpresa al ver a los confundidos jóvenes balbuceando “1981, 1982, 1922”; incluso especular “alrededor del 1500, pero no me acuerdo” o “1965, pero no estoy muy enterado”, entre otras respuestas jaladas de los pelos. Nadie acertó y otros aseguraron que la Guerra del Pacífico ocurrió antes de la Emancipación del Perú. Así, mientras académicos trasnochados siguen sosteniendo que la Independencia fue “concedida” –cuando las fuentes documentales compiladas en 1971 sistemáticamente lo rebaten–, otros en estado de indignación perpetua proclaman que “la promesa republicana” es una gran estafa (¿qué opinaría Jorge Basadre al respecto?). En el mundo real, estudiantes de carne y hueso no saben en qué año ocurrió. Lo que evidencia el enorme abismo entre los debates de teóricos y lo que en verdad sucede en las escuelas del Perú donde la Historia dejó de ser un curso fundamental.
Será tal vez porque fui maestra de escuela antes de ser historiadora o porque en el colegio tuve la suerte de que Teresa León de Gago, mi recordada profesora de Historia, compartiera fuentes primarias para conectar a sus alumnas con una diversidad de personajes que construyeron el Perú, entre ellos José M. Guzmán, el guerrillero que le contestó a Francisco de Paula Otero que él no servía a “personalidades” sino a “su patria”, que refuerzo mi convicción que es en la escuela donde se forja el amor, el respeto y el deseo de servir al país. Y aquí no me estoy refiriendo a un gran relato patriotero adormecedor del sentido crítico de los niños, sino más bien a la comprensión cabal de una historia plagada de traiciones, pero al mismo tiempo de anónimos actos de heroísmo que la hacen aun más grande por su permanente estado de tensión y pesar. Y se me viene a la mente el hermoso poema de José Emilio Pacheco: “No amo a mi patria/su fulgor abstracto/es inasible/Pero (aunque suene mal) /daría la vida/por diez lugares suyos/cierta gente/puertos, bosques de pinos/fortalezas/una ciudad deshecha, gris, monstruosa/varias figuras de su historia/montañas y tres o cuatro ríos”. Pacheco propone desmantelar el gran relato que por siglos ha validado a los que la patria les interesa solo para legitimar su rapacidad. Pero ahí no queda todo. El acto de desenmascarar las promesas incumplidas va de la mano con la celebración de los lugares y los hechos que son concretos e identificables. Lo que apunta a una redefinición de patria que no tiene nada que ver con frases grandilocuentes, pero con el lugar donde nacimos y con cuya historia nos sentimos identificados; y por qué no decirlo agradecidos, y permanentemente conmovidos.
Hace algunos años tuve una experiencia concreta de patria a partir de aquellos lugares, personajes anónimos y hechos a los que se refiere Pacheco en su notable poema. Fue en la sala de lectura del Archivo General de la Nación en Santiago donde tuve entre mis manos una libreta azul, sin nombre, que perteneció a una ambulancia peruana. Recuerdo que al revisarla me emocioné mucho porque con letra muy clara se enumeraba la gasa, el Lister, el alcohol y los demás productos necesarios para los primeros auxilios de los heridos en combate. A medida que avanzaba la lectura, me encontré con otra letra, la de un comandante chileno de apellido Toledo, que anotó haberla encontrado en el campo de batalla de Arica y a partir de ese momento empezó a contabilizar en ella las leguas que faltaba a los expedicionarios para llegar a Lima. Ahora que releo el poema de Pacheco pienso en mi patria chica –La Punta– pero también en ese hecho tan doloroso, que descubrí en Santiago, de cómo centenares han forjado la historia de nuestra doliente República, siempre dando la batalla por seguir existiendo.
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