Pensar las claves que hacen comprensible la historia limeña ha sido el propósito de esta columna. Porque a pesar de sus distintos nombres y motivos, el pasado y el presente nos muestran el peso cultural y espacial de algunos factores continuos.
Tal vez el mayor sea nuestra tendencia comarquista, espejo de nuestra geografía marcada por elevaciones y valles, que albergó señoríos y cacicazgos independientes mucho antes de que los esfuerzos centralizadores chavín, huari o inca intentaran convertirla en un solo espacio político. Y en este archipiélago de culturas que fue y es Lima, la oposición norte-sur ha sido otra constante.
También por ello tenemos esa culpa colectiva de ser “centralistas”, defecto que Humboldt resumió en 1803 con algo de exageración en la frase “Lima está más alejada del Perú que Londres”.
Y es tal vez para compensar ese “pecado” que solemos olvidar la importancia ancestral de Lima. Porque andamos por sus calles sin pensar que su cultura es milenaria, y pasamos diariamente al lado de huacas casi sin mirarlas, obviando que fueron parte del conjunto religioso y político más importante de la costa, con su centro en Pachacámac, hoy bajo la amenaza de ser profanado por la construcción de una mole de concreto.
Obviamos que no por casualidad Lima fue el centro del extenso virreinato; que nombres que repetimos diariamente tienen más de 300 años: Atarjea, Piedra Lisa, la Calera, etc.; y que otros, como Surco, Asia, Sarapampa y Lunahuaná, mucho más de 500. Olvidamos también que en sus calles se han dado batallas trágicas, luchas heroicas, golpes de Estado y traiciones, deserciones y ocupaciones enemigas. En fin, caminamos sin darnos cuenta de que en Lima hay historia por doquier.
Otra constante es la contradicción entre el rechazo a lo español y la marca que 300 años de virreinato han dejado en nuestra personalidad. Aquella que San Martín y Bolívar tanto ansiaron conquistar y por la que después nos odiaron. De allí nuestro gusto por la pompa, la precedencia y el protocolo; del sistema de castas virreinal proceden el racismo y el bloqueo del ascenso social actual; de la burocracia, el formalismo y el empleo estatal; de la corte palaciega, la adulonería y la “carta de recomendación”; de los juicios de residencia, lisonjear al poderoso y triturarlo cuando cae; de la adicción colonial limeña a la timba, la proliferación actual de casinos.
Pero también el espíritu comerciante, el gusto por la comida y hasta nuestra pasión por el pan de trigo en lugar del maíz que prefiere casi toda América; y finalmente, la tenacidad con la que nos reconstruimos después de las tragedias: terremotos, guerras, invasión chilena y destrucción terrorista.
Todo ello forma parte de nuestra personalidad. Poco es nuevo o inexplicable en el presente. Mostrarlo fue el propósito de esta columna, de la que a pedido propio y al cumplir tres años me despido, agradeciendo a los lectores su atención y comentarios y a El Comercio el espacio que gentilmente me proporcionó.