No parece casualidad que el presidente Ollanta Humala relegara para el final de su discurso de Fiestas Patrias el tema que más preocupa a la mayoría de la población, la seguridad ciudadana. Su gobierno ha fracasado clamorosamente durante cuatro años en reducir la delincuencia y, después de escuchar lo que dijo ayer, quedan pocas dudas de que dentro de un año estaremos peor que hoy. Por eso, probablemente colocó en la última parte este espinoso tema, quizá con la esperanza de que muy pocos lo escuchen.
Además de la consabida relación de obras e inversiones, miles de patrulleros y motocicletas, que esta vez se proyectaban un tanto arbitrariamente hasta julio del 2016, Humala presentó la novedad de las leyes dictadas por el Gobierno al amparo de las facultades legislativas.
La estrella de las normas es el decreto legislativo que crea la figura del sicariato y lo sanciona con penas de entre 25 años y cadena perpetua, por lo que el presidente, que pronunció el discurso entrecortadamente y casi sin levantar la mirada del papel que leía, lo repitió con énfasis, como si realmente creyera que eso mejoraría en algo la situación.
En realidad, como bien ha anotado el penalista Mario Amoretti, “esta es una medida efectista de los políticos”, porque ese delito está sancionado desde el Código Penal de 1924. El abogado Amoretti sensatamente explica que “lo que necesitamos no son leyes, sino efectivos” especializados en combatir ese delito. (“La República”, 28/7/15).
El homicidio calificado, ya sancionado con una pena de 35 años, comprende los asesinatos cometidos por sicarios.
En suma, como se ha comprobado en el Perú y en todas partes, los delincuentes no van a ser disuadidos porque se creen nuevas figuras legales ni por nuevas penas. La única manera de disminuir los índices delictivos es atrapar a los culpables y sancionarlos; es decir, hacer lo que no se hace hoy, porque la regla es la impunidad, y cuando van a la cárcel, los malhechores tienen piscina, discoteca, drogas y licor.
Ninguno de los problemas fundamentales fue abordado por el presidente, ni la indispensable necesidad de una limpieza profunda en la Policía Nacional –la corrupción es un hecho evidente que los ciudadanos perciben a diario–, ni la imperiosa exigencia de una mejora de la calidad policial, que ha disminuido manifiestamente en los últimos años, en los que se ha privilegiado el número de efectivos, que egresan de 28 escuelas policiales en la mayoría de las cuales se aprenden sobre todo habilidades poco honestas y muy poco de formación que sirva para combatir el delito.
El persistente déficit que implica el trabajo a medio tiempo de la policía, denominado 24 por 24, tampoco fue abordado. Solo una mención, que se prohibirá a los policías usar el uniforme cuando trabajan para empresas privadas. En verdad, si esa medida se llegara a aplicar, sería considerada como un abuso si es que no es parte de un cambio integral que implique un sustantivo aumento de remuneraciones para llenar el vacío que deja el ingreso policial.
Cuando se estableció ese perverso sistema, porque el Estado no podía pagar adecuadamente a la policía, el trato fue que podían usar el uniforme en su trabajo privado, que es lo que hace atractivo para las empresas contratarlos. Ahora, les quieren quitar esa prerrogativa sin resolver el problema de fondo. Un error que podría suscitar protestas importantes.
Hay que acabar con el trabajo a medio tiempo, pero sin subterfugios como ese. El Gobierno no lo ha hecho en cuatro años, cuando había mucho dinero para realizarlo. Difícilmente, lo hará ahora.
Por último, en el breve tiempo que le dedicó a la seguridad ciudadana, unos siete minutos –menos que el año anterior–, el presidente no abordó el tema que más preocupa a la mayoría: los asaltos, robos, arrebatos, es decir, los pequeños delitos que hacen que el Perú tenga el mayor índice de victimización en el continente.