El huaico se lleva vidas enteras. La de los hombres, mujeres, niños y niñas que no lograron escapar de su furia, pero también la que se va acumulando a lo largo de los años, en esos objetos que nos definen. Hay una biografía que se va escribiendo en la lavadora que compramos después de un año de ahorros, en la muñeca que hemos conservado porque nos la regaló la abuela, en la foto de matrimonio de nuestros padres, en esa computadora viejita, en la única casaca que tiene nuestro hijo para enfrentar el invierno.
Nuestras posesiones nos narran. Las pocas cosas son el relato de una existencia de estrecheces; los lujos, la novela mejor escrita sobre la abundancia. Ningún bien es más preciado que la vida de un ser querido por el que lucharíamos hasta desfallecer enterrados en el fango; pero esa constatación no soslaya la angustia de quien observa incrédulo cómo se ahoga lo que le pertenece.
Hay objetos con valores sentimentales y están los que aseguran nuestra supervivencia. Una señora intenta arrebatarle su cocina al barro y un niño cruza el huaico apretando fuerte la correa de su perro, con la misma vehemencia con la que un surfer logra recuperar su tabla y un vecino desenterrar lo que alguna vez debe haberse parecido a una cama. “Prioridades”, titulaban los tuiteros la imagen de un hombre corriendo tras una caja de chelas que se llevaba el río. Quizás ahí donde algunos ven juerga, esté lo único que un bodeguero o el dueño de un restaurante logra salvar. La fiesta de unos siempre se baila sobre el trabajo de otros.
Paradójicamente, en una sociedad sustentada sobre el consumo infinito, en un mundo donde la felicidad se imprime con decimales en el recibo de la tarjeta de crédito, el que tiene mucho que salvar es pobre. No se puede dar el lujo de ver sus pertenencias flotar en el huaico, porque esa vida, que otros le reclaman que no está cuidando, depende de que alcance el balón de gas que corre río abajo. El que abraza al cerdo no está salvando una mascota, está asegurando el chicharrón que venderá para darle de comer a sus hijos. “Las cosas se recuperan, la vida no” es una frase que solo tiene sentido para aquellos a los que perder las cosas no les cuesta la vida.
Interesante exigirle prioridades a quienes nunca lo han sido para un Estado que les ha dado la espalda hasta el infinito. Desalmado, culparlos de su desgracia por vivir en sitios vulnerables, cuando sus opciones de elegir nunca han existido. ¿Quién levantaría una casa con palos en medio de un terral que alguna vez fue cauce si acaso tuviera la posibilidad de hacerlo en un lugar seguro?
El lado perverso de una sociedad desigual hasta la vergüenza está en que el destino de los que arriesgan la vida por sus escasas posesiones siempre depende de los que pueden darse el lujo de comprarse una vida nueva. Los que año tras año escapan de la furia de las piedras y los palos tendrán que levantarse sobre lo que la caridad les alcanza, lo que la buena voluntad ajena les traiga. Nada de malo tienen la solidaridad y la ayuda, salvo cuando se convierten en el mecanismo habitual para saciar con limosnas las necesidades siempre básicas, siempre insatisfechas. No imagino peor pobreza que la de tener que reemplazar los objetos de una vida con las sobras de alguien más. No debe existir mayor precariedad que la de vivir sabiendo que lo poco que construyes está siempre en peligro de desaparecer.
Como en esas películas en las que los personajes se despiertan infinitamente para vivir el mismo día, una y otra vez, hay peruanos que ya saben que volverán a despertar en el país de sus pesadillas, que la próxima vez que llueva, solo serán ellos los que se mojen.