El pasado 13 de abril, el Poder Judicial condenó a 12 años de prisión a Daniel Urresti por su condición de coautor del asesinato del periodista Hugo Bustíos ocurrido en noviembre de 1988, cuando se desempeñaba como jefe de inteligencia de la Base Contrasubversiva de Castropampa, en Ayacucho. Si bien Urresti estaba siendo investigado por estos hechos desde el 2009 y fue acusado formalmente desde el 2013, llama la atención que, a pesar de ello, haya podido desarrollar una nada despreciable carrera política: ministro del Interior en el 2014, candidato presidencial en el 2016 y en el 2021, candidato a la alcaldía metropolitana de Lima en el 2018 y en el 2022, y también congresista en el período 2020-2021 por Lima.
El hecho de que un crimen cometido en 1988 haya recién implicado a Urresti más de 20 años después nos dice bastante de los límites de nuestro sistema de justicia. Un proceso penal iniciado en 1991, archivado en 1993, reabierto en el 2003 después de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH), terminó con sentencias en el 2007 y en el 2008 a miembros del ejército que posteriormente implicaron a Urresti. También nos dice que el sistema interamericano de justicia y derechos humanos cumple, con sus límites, su función.
El entonces presidente Ollanta Humala, investigado desde el 2006 por el delito de homicidio calificado mientras se desempeñaba como jefe de la base militar de Madre Mía en 1992, no tuvo problema en nombrar a Urresti como ministro del Interior en el 2014. Durante los casi ocho meses en los que desempeñó el cargo, en medio de una creciente insatisfacción ciudadana por problemas de inseguridad, se hizo popular por la implementación de iniciativas y operativos personalistas y efectistas, y por el manejo de un discurso directo, agresivo y contrario a la retórica política convencional. Además, ganó también cierta popularidad como vocero político de posturas antifujimoristas, pese a compartir con el fujimorismo elementos de un discurso antipolítico. Las elecciones del 2016 fueron un primer intento de convertir su figura en un liderazgo político nacional y, a pesar del ruido que generó con la presentación de una fórmula presidencial en la que aparecía acompañado por Susana Villarán, finalmente fue retirado de la contienda.
La imagen de un líder capaz de poner “mano dura” en el combate a la inseguridad ciudadana lo convirtió en un candidato importante en la elección municipal metropolitana de Lima en el 2018, campaña que ocurrió de manera paralela al juicio por la participación de Urresti en el Caso Bustíos y que terminó con una primera absolución. Urresti parecía tener la alcaldía de Lima a su alcance, pero fue derrotado inesperadamente por Jorge Muñoz. Sin embargo, quedó en segundo lugar y obtuvo el 19,7% de los votos. Este capital político terminó de dar frutos en la elección parlamentaria extraordinaria del 2020. En esta terminó siendo el candidato más votado a pesar de que en el 2019 la Corte Suprema había declarado nula la sentencia absolutoria de Urresti y ordenó una reapertura del juicio, que fue retomado al año siguiente.
El paso por el Parlamento no le sirvió a Urresti para cimentar su figura política. Es más, su asociación con un partido como Podemos Perú complicó aún más su trayectoria y su candidatura presidencial obtuvo apenas el 5,6% de los votos válidos en el 2021. A pesar de esto, Urresti aún era capaz de generar adhesiones en Lima y su candidatura a la alcaldía metropolitana de Lima en el 2022 fue capaz de ganar incluso más votos que la del 2018 (25,3% de los votos), a pesar de quedar nuevamente en segundo lugar. Pero esta vez la propuesta de mano dura y la retórica antipolítica también era compartida por otros candidatos, entre ellos, el ganador y actual alcalde Rafael López Aliaga.
La figura de Urresti ha sufrido una gran derrota judicial, pero ante los crecientes problemas de inseguridad, un sector importante de electores seguirá simpatizando con propuestas que prometan mano dura y respuestas efectistas. Mejores respuestas requieren también voceros viables.