A estas alturas, creo que todos ya nos hemos unido de alguna forma a uno de los temas que comparten la mayoría de las mitologías de todas las culturas: una temporada en el infierno. Sea un grupo de jóvenes Navajo que desciende al inframundo para rescatar a su pueblo, sea Orfeo –que baja al Hades para rescatar a su amada–, sea Cristo –que regresa de la muerte trayendo la salvación–, el camino del héroe y la heroína en muchas narraciones fundantes implica el descenso al mundo de las sombras y, por supuesto, su consiguiente renacimiento.
Desde la antropología, comprendo que cada narración debe entenderse en el contexto de cada cultura, como un eje que explica los orígenes y el lugar que ocupa cada persona en la sociedad. Pero no deja de sorprenderme algo que encuentro coincidente: siempre hay una guía amorosa, cualquiera sea la definición de amor, que motiva a tamaña aventura y, sobre todo, es el amor el que trasciende a la muerte.
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Aun en narrativas que quizá fueron mitos y que luego derivaron en cuentos, vemos cómo el beso de amor ha venido venciendo durante siglos al hechizo de la muerte.
Quién lo diría, tal vez sea la primera vez en la historia de la humanidad en la que todos hemos pasado nuestra temporada en las sombras de manera global, sincronizados a través de los medios, formando una sola tribu. En este encierro, hemos experimentado nuestros temores y frustraciones, hemos sido testigos de mucha agresividad, y hemos estado en medio de una ruleta de culpas, culpables y dedos apuntadores de aquellos que tienen superioridad moral y de los que forman grupos atacantes en Internet. Tal vez lo que más nos ha frustrado –junto con las malas noticias– ha sido la incertidumbre, que en muchas narraciones nutre el fuego que más quema, y la incoherencia entre lo que leemos y lo que vemos, entre lo que nos dicen y lo que sentimos.
Tal vez nuestro imaginario latinoamericano le deba a Miguel de Cervantes y al Quijote el hecho de tener como paradigma literario a un personaje cuya misión es la búsqueda del amor que ve a lo largo de su recorrido, la incoherencia de ser un caballero andante fuera de época, de buscar el amor donde solo hay usura y de pelear contra gigantes donde solo hay molinos. Y tal vez la mayor incoherencia es la de Sancho Panza que, sin comprender del todo a su señor, está a su lado como buen latino, tomando con humor su propia contradicción.
Además del amor, que es también nuestra locura, lo que nos ha llevado como comunidad a sobrevivir es el humor. Me llama la atención cómo la frase poética de Pablo Macera sobre el Perú, al que define como un pueblo que hace de la broma una forma de rebeldía, se ha manifestado. Desde el primer día que se anunció la cuarentena, los memes aparecían por todas partes en las redes sociales. Hasta en los días en los que hemos estado más castigados, el humor ha sido un recurso fuerte en las caricaturas políticas, en los programas cómicos y en los imitadores de radio. Como nuestro querido Melcochita que, para sobrevivir en estas duras circunstancias, se ofrece no solo a contar chistes a quien lo contacte por la red, sino también a ponerle un apodo según su cara (un “chaplín” según su “caramelo”, a decir del cómico).
Siento lo mismo cuando dicto clases virtuales y converso con mis alumnos y alumnas. Juntos compartimos algunos espacios en los que sonreímos. Yo les cuento que me llama la atención poder entrar al banco con mascarilla y ellos me cuentan que cuando salen con sus papás –todos enmascarados– temen regresar con el papá equivocado (lo mismo dicen los papás sobre los hijos). A veces, en medio de las clases, veo a chicos atendiendo a sus hermanitos o ayudando en la cocina. Cuando esto ocurre, todos los recibimos con humor y ternura e, inclusive, les damos algunos consejos domésticos. No sé si hemos aprendido del Quijote, pero sí de Sancho Panza, en el sentido que hemos asumido el llevar circunstancias duras aprendiendo del amor de nuestros ideales y del humor de nuestro camino. Lo he sentido en estos meses en los que he estado separado solo físicamente de Jessica, compartiendo momentos duros pero, al final, siempre dulces y siempre aprendiendo. Hasta una lágrima hoy hace cosquillas al recorrer el rostro.
No estoy diciendo aquí que no tomemos en serio una situación que es seria, sino que no perdamos de vista que el objetivo es lograr que todos en conjunto la pasemos bien, que el humor ha sido un elemento que nos ha mantenido unidos siempre, y que nos espera junto al renacimiento que vendrá luego del peregrinaje en la sombra.
Fue en el último gran renacimiento, previo al que nos espera hoy, en el que Cervantes, escribiendo el Quijote, aprovechó la incoherencia de sus entrañables personajes para tomar con humor la tradición de la novela caballeresca y las convenciones de una época con demasiadas poses. Podemos acercarnos a la incoherencia de las cosas que estamos viendo en estos tiempos con humor, para aprender, y con amor, para comprender que cada uno de nosotros tiene su propia verdad. O tal vez, como Carlos Fuentes, celebrar la incoherencia que define al Quijote y a su entorno como “próxima a todos los tiempos y al nuestro mismo, porque nos demuestra que solo se acerca a la verdad quien no trata de imponer su verdad”.