“La libertad tiene muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero nunca hemos tenido que construir un muro para mantener a nuestra gente con nosotros”, fue una de las frases de John F. Kennedy en su famoso discurso en Berlín Occidental el 26 de junio de 1963. El entonces presidente de EE.UU. le hablaba a una multitud de berlineses frente al muro que partía su ciudad en dos y que dividía a la República Democrática Alemana (comunista), dominada por la represión soviética, de la República Federal de Alemania (democrática).
Durante la Guerra Fría, esta ciudad alemana fue el centro de mucha tensión entre las democracias liberales y la Unión Soviética (URSS). Nikita Khrushchev, primer secretario del Partido Comunista y líder de la URSS en la época en la que Kennedy visitó Alemania, lo dejó muy claro con algunas frases. Para él, Berlín era un “hueso en la garganta” que frustraba la hegemonía que su país buscaba lograr en el bloque Este. También se le atribuye haber dicho que Berlín era “los testículos del Oeste”, pues cada vez que quería que Occidente gritara él la “apretaba”.
Sin embargo, lo cierto es que Berlín concentraba, además de conflicto, mucho simbolismo. Era un microcosmos del momento, ya que las dos principales visiones del mundo, enfrentadas en aquellos años, se ponían en práctica en esta ciudad y la división que el Telón de Acero efectuaba entre el mundo Occidental y Oriental se hacía literal con el Muro de Berlín. Con los años, caído el muro y caída la URSS, se verían con claridad las diferencias entre el comunismo y el sistema democrático liberal, al contrastar la decadencia del Este, subyugado y oprimido, y la relativa prosperidad de Occidente.
La invasión rusa a Ucrania ha vuelto a colocar la atención sobre el eterno conflicto entre el autoritarismo y la democracia. Hoy, Ucrania, además de ser un campo de batalla en el que el presidente ruso Vladimir Putin busca aplastar salvajemente a su rival, es un escenario, como antaño (y a su manera) lo fue Berlín, en el que dos ideas vuelven a colisionar. Rusia quiere recuperar la influencia que perdió en los países que solían formar parte del bloque oriental y combatir la que vienen teniendo las potencias occidentales.
Por que la verdad es que Ucrania no está en esta situación por haber provocado al Kremlin o por los supuestos neonazis que Putin asegura estar enfrentando (tan neonazi es el Gobierno Ucraniano que su presidente, elegido por el 70% del país, es judío). Está pasando por esto porque sus ambiciones se alejan de las de Moscú. Ucrania no quiere volver a ser una extremidad de Rusia ni estar sujeta al régimen dictatorial que la lidera. Quiere, en ejercicio de su autodeterminación, pertenecer a la Unión Europea y a la OTAN. Esta última, una organización que fue creada en el año 1949 precisamente con la intención de conformar un frente de apoyo contra la bravuconería soviética, al comprometerse todos los miembros a apoyarse entre sí ante una amenaza militar. Rusia ve con recelo las intenciones de su vecino de formar parte de este grupo.
Y es quizá aquí donde se traza la línea entre lo que representa Rusia y lo que representan las democracias liberales de Occidente. Aunque Putin (y muchos izquierdistas peruanos, vale decir) se refiera a la expansión de la OTAN como una “provocación”, la verdad es que esta solo hace explícita la vieja derrota de su país en el campo de las ideas. Porque mientras Rusia necesita tanques para ganar adeptos, la OTAN recibe a miembros voluntarios. En palabras de Kennedy, no necesita un muro para mantener a la gente adentro.
“Todos los hombres libres son ciudadanos de Berlín”, dijo el expresidente de EE.UU. al final de su discurso en esa ciudad, “es por eso que como hombre libre me enorgullezco de las palabras ‘ich bin ein Berliner’ [yo soy berlinés]”. Hoy, ante un país que se enfrenta con uñas y dientes contra la tiranía decimos: ‘Ich bin ein Ukrainer’.
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