En estos tiempos de burbujas de opinión facilitadas por algoritmos, pero, sobre todo, por un flaco sentido crítico de lo que consumimos en los espacios digitales, se producen paradojas que ni la ciencia ficción produciría mejor.
El mundo se enfrenta a una situación distópica en la que las ideologías más comunes para ordenar las cosas entran en trompo con la izquierda totalitaria y una derecha rebelde.
Tal vez por eso, muchas celebridades de la otrora izquierda hispanoamericana se han terminado pasando a la acera del frente. Desde intelectuales –por ejemplo, Fernando Savater o Javier Marías– hasta gente del mundo cultural –como Joaquín Sabina y Fito Páez– han optado por abandonar sus antiguas trincheras en señal de protesta ante versiones simplistas de entender las cosas o, mejor aún, huyendo del pensamiento único y la ultracorrección política.
Aunque este viraje se está produciendo más claro en otras latitudes, también habría que esperar algún efecto en las esquinas de opinión y debate local; porque en la aldea global en la que nos insertamos, las tendencias y posturas se viralizan rapidísimo.
Una de esas revisiones globales que se están esparciendo por el mundo tiene que ver con una nueva ola de pensamiento que se enfoca en aclarar las trampas en torno de lo que significa ser liberal en estos días. Es más, esas revisiones están demostrando que el término ha recibido una muy mala prensa debido a las narrativas incompletas o, lo que es peor, a la ignorancia.
Ese juego de polarizaciones y verdades parciales soslaya el real aporte de la opción liberal que no solo se reduce al ámbito de lo económico, sino que ha sido precursora de asuntos sociales como el feminismo o la justicia social, que a la fecha son identificadas con otras ideologías.
Las narrativas contadas a medias soslayan también que en el origen del estado de bienestar europeo hay una semilla aportada por liberales confesos como el alemán Walter Eucken, quien junto con otros fueron los responsables del milagro alemán después de la Segunda Guerra Mundial. Y los liberales ingleses como William Gladstone, entre otros, desarrollaron un Estado liberal primigenio, pero con una fuerte vocación social, precisamente para que las personas más afectadas por la debacle tuvieran algo que es fundamental para los liberales: igualdad de oportunidades.
Y en la antigüedad del feminismo también está el pensamiento liberal. Fueron Olympe de Gouges y John Stuart Mill quienes colocaron en la mesa la necesidad de dar a la mujer igualdad ante la ley. En particular, se atribuye a Mill haber sido el primer intelectual que pidió el sufragio universal a favor de la mujer. Es decir, hay una tradición liberal fortísima e innegable con respecto al feminismo.
No solo estos asuntos sociales identifican la raigambre humanista del pensamiento liberal, sino también el que hoy surjan nuevas lecturas de esta opción que tratan de superar las versiones reduccionistas y que buscan volver a lo primigenio: la importancia de la sociedad civil.
Para un liberal –punk–, el Estado debe estar al servicio del ciudadano, y de ahí que el discurso actual se esfuerce por mostrarse a través de una rebeldía que cuestiona cualquier tipo de abuso ante el Estado. Con mayor razón si se trata de un Estado corrupto. Parte de ese liberalismo contestatario y rebelde se afinca en ir contra el ‘establishment’ imperante de la ultracorrección, tal y como en su día lo hicieron los punks ingleses contra, justamente, la opresión de una extrema pasión por las fuerzas del mercado.
Hoy aparecen nuevas formas de ser liberal, de manera más cercana a los orígenes, de manera rebelde y, por qué no decirlo, más ‘cool’ e innovadora que quienes siempre han creído serlo: los ‘progres’ (‘woke’).