(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Bullard

Hace unos años (el 2 de junio del 2012) publiqué en este espacio la historia de Juanito el borracho. Juanito es alcohólico. Todo lo que gana se lo gasta en trago. Desatiende a su familia para alimentar su vicio. Su sueldo es pagado por los vecinos, quienes contribuyen a su manutención. Pero además, por una extraña circunstancia, Juanito tiene una facultad especial: puede fijar su propio sueldo. Él lo fija, otros lo pagan.

¿Se imagina el resultado? Una vez que se revienta el sueldo en alcohol, acto seguido se sube el sueldo y sigue bebiendo. Juanito es, literalmente, un barril sin fondo. Y lo es a costa de los bolsillos de sus vecinos. El poder de fijar su propio sueldo exacerba su adicción.

Posiblemente la historia le suene conocida. Está en las primeras planas. Juanito es el Estado que sube el (se fija su propio sueldo) para seguir invirtiéndolo en su vicio (gastar y gastar mal).

Es muy curioso el argumento que ha usado el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF) para justificar la inversión en su vicio. Nos ha dicho, por ejemplo, que sube el impuesto a las bebidas alcohólicas o a las bebidas azucaradas para “evitar externalidades”.

Voy a tratar de poner en simple su argumento. Para el MEF, quienes consumen alcohol o bebidas con azúcar sufren un costo causado por los fabricantes. El Estado es un ‘padre bondadoso’ que va a proteger a los consumidores de su propia estupidez. Al subir el impuesto hace más caro el consumo y, por aplicación de la ley de la oferta y la demanda, la cantidad demandada de esos productos va a caer. El Estado nos está salvando del daño que nos causan las empresas. Fin del argumento.

El MEF llama a eso “evitar una externalidad”. Su argumento tiene dos problemas. El primero es conceptual. El segundo es que lo que dice es simplemente una mentira.

Vayamos al primero. Una externalidad es un costo que alguien le genera a otro sin su consentimiento. Si una fábrica contamina a los vecinos y como consecuencia estos sufren enfermedades, la actividad de la fábrica impone un costo a quienes no lo han aceptado. Otro nombre de externalidad es el de “costo no contratado”, es decir, cuando uno sufre un costo no consentido.

Pero si usted compra una gaseosa con azúcar y sabe que ello podría dañar su salud, hay un contrato. Usted adquiere algo que le causa un daño a sabiendas. Usted asume el costo. No es un problema de externalidades.

¿Dónde está realmente la externalidad? Gracias a la extraña facultad de Juanito de fijar su propio sueldo, está en la posibilidad de imponerle el costo a sus vecinos. Si los vecinos no han consentido, entonces sufren la externalidad (costo no contratado) de los excesos de Juanito. O, gracias a la extraña facultad del Estado de fijar sus ingresos vía impuestos, nos causa un costo a todos que los ciudadanos no hemos consentido.

Y los aumentos de impuestos no solo afectan a quienes consumen. Afectan a quienes producen, a quienes comercializan y a sus trabajadores (y la lista continúa).

El asunto es simple: los impuestos reducen la actividad económica pero además trasladan recursos del sector privado a gastos usualmente ineficientes en burocracia, proyectos inútiles (como monumentos a la papa, al árbitro o a los Juegos Panamericanos) y corrupción (buena parte de nuestros ‘paternalistas’ impuestos terminaron en manos de Odebrecht y de funcionarios corruptos).

Pero además es mentira. No es verdad que el Estado esté preocupado por la salud de la población. Subir impuestos nunca es popular. Menos si ello se carga directamente a los sueldos o ingresos de las personas. Mejor es subirlos con el argumento del “papá bueno” preocupado por sus hijos. La verdad es que se suben los impuestos para recaudar más (S/1.700 millones, dice el propio MEF) en un acto que parece de “buena gente”. Lo que les interesa es nuestra plata, no nuestra salud. Ello es consecuencia de la incapacidad inmensa del Estado de gastar menos y, sobre todo, de gastar bien.

El verdadero vicioso no está en el que consume sino en el que alimenta el vicio del gasto público e ineficiente con nuestros impuestos. El Estado es más adicto a los impuestos al gasto que los consumidores a las gaseosas con azúcar.