Los sucesos en torno a la cancelación del proyecto de Tía María evidencian una vez más las enormes dificultades, la casi incapacidad, que tenemos para aprender de nuestras experiencias. Casi todos queremos una solución dialogada al conflicto, pero somos incapaces de lograrla. De manera que cuando se impone la única solución sensata, la suspensión del proyecto, ya ha habido varios muertos y decenas de heridos de gravedad.
En la resolución del conflicto, la sociedad peruana se enrumbó en una dinámica trágica. Se fueron eslabonando los elementos que se reiteran en estas situaciones. Para empezar, las mentiras y engaños de parte de una empresa minera internacionalmente desacreditada pero dispuesta a presionar por sacar adelante un proyecto de alta rentabilidad. Y, para continuar, la desconfianza cerrada de parte de los pobladores de Islay. Y, mientras tanto, en la “barra” la presión dogmática de los sectores proinversión que califican de terroristas y antipatriotas a quienes, con razón o sin ella, se oponen a la minería; y al lado: el rechazo de los fundamentalistas antimineros, dados a la protesta sin propuesta. Y, finalmente, detrás de los actores el Estado y el Gobierno Peruano que debería estar guiado por el interés colectivo, por lograr algún tipo de arreglo que garantice la no afectación de la agricultura y que a la vez haga posible el crecimiento de la inversión, las exportaciones y los impuestos que el Perú tanto necesita. Mal encaminado el proceso por la multiplicación de las intransigencias, correspondía, como señaló Gastón Garatea, pedir disculpas al presidente Ollanta Humala por el inmerecido apoyo incondicional que brindó a la empresa minera, sobre todo después de sus promesas de campaña. Con una intervención así, la explosión social se hubiera detenido y estaríamos en la situación actual pero sin el odio y la violencia que otra vez desgarran el frágil tejido social de nuestro país. Decepciona lo anodino de la presencia del presidente: sin información suficiente, incapaz de apostar a una convicción profunda, dependiendo de los planteamientos que Alan García estableció en su gobierno; es decir, explotación inmediata, y a cualquier costo, de todos los recursos naturales.
Dadas todas estas circunstancias, los enfrentamientos eran entonces inevitables, pero pocos esperaron la magnitud que habrían de adquirir. Y lo que sobresale, en la policía, es la ilegalidad de su acción; y en los manifestantes el odio y la violencia. Casi una guerra civil entre peruanos. Por un lado, la policía siembra a los manifestantes de instrumentos punzocortantes para acentuar la imagen de su peligrosidad. Por el otro, usa las armas de fuego que están explícitamente prohibidas para enfrentar este tipo de manifestaciones. La policía actúa, pues, “tramposamente”. No obstante, lo que llama más la atención es la violencia de los huaraqueros u honderos, que se comportan como la vanguardia de la resistencia. Mayormente son jóvenes que se ocultan con capuchas que les cubren el rostro. Si se ocultan es porque saben que pueden cometer un crimen y pretenden impunidad. Parecen salidos de alguna barra brava, pero, claro, la diferencia está en que usan armas potencialmente letales. Diera la impresión de que no les importa matar. En definitiva, la compasión no es un valor que tengan interiorizado. ¿De dónde tanto salvajismo? ¿De dónde ese odio asesino con que se actúa en una violencia que no mide sus consecuencias, que busca arrinconar y aplastar al oponente, que silencia toda posibilidad de diálogo? Es cierto que hay mucha indignación contra el intento de imponer el proyecto minero. Y es también agudo el rechazo que despierta el comportamiento de muchos policías. Pero, de todas maneras, hay una desproporción que hace que los manifestantes tomen la iniciativa y arrinconen a la policía. Están más decididos y saben del estrago que pueden causar con sus huaracas.
Hace ya casi 13 años la Comisión de la Verdad y Reconciliación presentó un informe que urgía a la sociedad peruana a aprender a manejar su conflictividad. Allí se precisa la raíz de la violencia que periódicamente sacude al país. Allí se aboga por la creación de una cultura de paz basada en el diálogo. Pero tal parece que no queremos aprender y que fácilmente caemos en lo mismo: la satanización del otro y el intento de imponerse a sangre y fuego sobre él. Ojalá los acontecimientos de Tía María sirvan para cambiar estas actitudes.