Luego de pasar unos días en Egipto, en un viaje organizado por la agencia de turismo peruana Viajes Rosario y ejecutado por la agencia egipcia Nubia, estuve en Córdoba, ciudad andaluza a la que regresé después de 56 años. Me había quedado maravillado al ver la famosa Mezquita-Catedral, donde se juntan en curiosa armonía Cristo-Dios con Alá. Allí estaba firme y soberbia, como testigo silenciosa de una larga historia, del paso de los tiempos. Todo estaba igual, aunque con más turistas.
Esa mágica Mezquita-Catedral, como si saliera de un cuento, había quedado impregnada en mi retina. Juré para mis adentros que mi esposa Ana María tenía que verla de todas maneras. Por eso, una vez en suelo español y acompañados de íntimos amigos, partimos hacia Córdoba. Al llegar visitamos el casco viejo de la ciudad y la famosa Mezquita-Catedral, donde está una parte de las cenizas del Inca Garcilaso de la Vega. Las otras partes se encuentran en Cusco y fueron entregadas al Perú a mediados de los años 80 por quien en aquella época era el rey de España, Juan Carlos de Borbón. Hermoso e histórico gesto que simboliza la simbiosis cultural entre nuestro país y España. El Perú, en la época de Juan Carlos, hacía rato que era republicano y, así como ellos tuvieron en Pelayo a un liberador que dio inicio a la reconquista, nosotros tuvimos a un San Martín que proclamó nuestra independencia.
Caminando de un lado para el otro, cansados de tanto andar bajo el sol abrasador, decidimos almorzar en un restaurante que se llama Los Deanes, situado en una calle del mismo nombre. Ingresamos al restaurante, una casa grande, hermosa y antigua. Justo cuando me iba a sentar, miré hacia mi izquierda y divisé un letrero que decía: “El rincón de Manolete”. Ingresé al lugar y, efectivamente, la habitación estaba llena de fotos del gran torero trágico que murió en plena faena en el coso de Linares. Nunca lo vi, pero mis mayores me hablaron de sus extraordinarias faenas en Acho. El restaurante nos depararía más sorpresas. Cuando regresé, Ana María me dijo: “Mira, en el menú hay un plato que se llama ‘La ensalada del Inca’, ¿la probamos?”. “Ya, pues”, le respondí, con mi dejo bien limeño. Le pregunté al mozo por qué se llamaba así y respondió: “Porque esta fue la casa del Inca Garcilaso de la Vega”. En esos momentos la curiosidad se convirtió primero en sorpresa y luego en entusiasmo.
El mozo, muy gentilmente, nos llevó a un cuarto donde estaba el escudo nobiliario que perteneció al Inca. En la parte de abajo del blasón se podía leer textualmente lo siguiente: “Garcilaso de la Vega El Inca. Cuzco 1539-Córdoba 1616″. Como se dice, caímos parados en el lugar perfecto y sin saberlo. Fue la mejor sorpresa.
Hay una Córdoba romana, una visigoda, una árabe, una española y, entre las dos últimas, una judía. Y aunque los judíos convivieron en todas esas épocas y dejaron mucho de lo suyo, tal y como hicieron los romanos, la época más esplendorosa y fantástica de la ciudad fue la árabe-musulmana. Entonces Córdoba era un emirato designado por el califa de Damasco, de la dinastía de los omeyas. Pero la lucha por el poder entre omeyas y abasidas cambió el destino de ese emirato que logró su independencia de Damasco en el 756 d.C. Su vida estuvo llena de aventuras. Fue el único de la dinastía omeya que se salvó y huyó hasta Córdoba. Allí tomó el control del emirato, que luego se convertiría en reino en el año 929, cuando un descendiente suyo, Abderramán III, se proclamó califa y tomó el nombre de Victorioso. Luego fundó Medina Azahara, una hermosa ciudad a 10 kilómetros de Córdoba, que en su mejor época albergó a 100.000 habitantes.
En su esplendor, la cultura árabe fue grandiosa. Crearon el álgebra. Nos dejaron 3.500 palabras. Mezquitas. Minaretes. La famosa Giralda. Palacios como el Alhambra, Alcázares. Fortalezas. Y de su música nace la danza andaluza con su sonora guitarra (palabra de origen árabe) a la que Paco de Lucía, muchos siglos después, le incorporó el famoso cajón afroperuano, haciendo pequeñas modificaciones. Trajeron a Occidente el arroz antes que Marco Polo. Las palmeras, la caña de azúcar y el algodón. Los famosos balcones que trajeron de la India, algunos de los cuales todavía quedan en Lima cuyo centro, de paso, me recuerda a las calles cordobesas, sevillanas y granadinas. Además, tuvieron un filósofo de la talla de Averroes, que introdujo la filosofía griega durante la Edad Media y que, de remate, nació en Córdoba, como siglos antes también fue cordobés el famoso filósofo romano Séneca.