Cuando borroneaba las preguntas de investigación de mi futura tesis doctoral hace 15 años, tenía en la cabeza, entre algunas alternativas, indagar sobre las consecuencias políticas de la informalidad a nivel individual. Es decir, si acaso aquellas personas que viven en el mundo informal (un ambulante, un mototaxista, un carpintero sin RUC) tienen un comportamiento político (preferencias electorales, ideológicas, partidarias) distinto al resto de la población. Mi entonces asesor me hizo notar que la literatura especializada, hasta ese momento, indicaba una alta correlación entre informalidad y pobreza y que, por lo tanto, no se trataba de fenómenos autónomos. Bastaba con entender el comportamiento político de aquellos con bajos ingresos. Así que descarté esa pregunta, entre otras, y me concentré en estudiar las identidades políticas de rechazo partidario.
Pero en los últimos años esa pregunta perdida en las libretas de notas del estudiante doctoral ha regresado al primer plano, porque la premisa que sostenía su rechazo ya no se sostiene más. En el mundo informal, existe una estratificación por ingreso similar a la del formal. Es decir, la informalidad es transversal a todas las clases, pero el principal problema radica en aquellos informales con plata, con mucha plata. No solo porque los que acumulan riqueza en el campo informal están dispuestos a eludir cualquier tipo de contribución al resto de la comunidad (evaden impuestos, no reconocen derechos sociales a sus trabajadores, etc.), sino que fundamentalmente tienen la vocación de no respetar las normas existentes, de practicar disciplinadamente la burla de ellas y, en el mejor caso, de transformarlas en versiones que promuevan su beneficio particular. Además, tienen los recursos para corromper el Estado de derecho a su conveniencia. Algunas veces esta puede conducir a la consecución de bienes públicos (por ejemplo, mineros informales obsequiando camionetas a la Policía Nacional para patrullaje en zonas con débil presencia estatal), pero en la mayoría de las ocasiones promueve la arbitrariedad, la impunidad y el debilitamiento de la institucionalidad formal.
Los informales con plata tienen la capacidad de ejercer presión sobre el ‘establishment’ formal, al punto de apoderarse parcialmente de este. Transan con las autoridades elegidas (tanto a nivel local como nacional), llegan a acuerdos con la representación parlamentaria (contribuyen a sus campañas electorales a cambio de reciprocidad en el amparo de sus negocios), construyen sus propios mecanismos para acceder a bienes públicos que el Estado no provee satisfactoriamente (por ejemplo, la seguridad), aunque ello pueda llevarlos a asociarse con actores ilegales. Aquellos con menos recursos económicos recurren a la acción colectiva para extraer del Estado determinadas prerrogativas. Hacen ‘lobbying’ para que les condonen deudas, para que les levanten sanciones, para que perennicen su estatus no formal. De hecho, esta ha sido la agenda “complementaria” que ha acompañado a la preocupación por la inseguridad pública que ha convocado las protestas de los transportistas las últimas semanas. Esto que la opinología y el análisis espontáneo llama “mafias” forma parte de un sistema de gestión de intereses paralelo al formal, que desborda no solo la institucionalidad vigente, sino la comprensión de las lúcidas mentes de nuestra ‘intelligentsia’ criolla.
Este capitalismo sin ley (formal), para bien y para mal, ha sido corresponsable del crecimiento económico de las últimas décadas. Ha constituido una clase media (y clase alta) que no tiene lealtad a la institucionalidad vigente. Si las burguesías construyen democracias, las lumpenburguesías las destruyen, las socavan, las deslegitiman. El Leviatán es un papel pisoteado; la ‘res pública’, un fantasma. El régimen político sin rendición de cuentas, en una sociedad predominantemente informal como la peruana, no se explica por la supuesta vocación autoritaria de quienes ocupan los puestos de poder (de esas “coaliciones autoritarias” que acusan las élites seudointelectuales del mundo formal), sino por reglas de juego paralelas a las constitucionales erigidas como regulares, normalizadas, asumidas como moneda corriente. Si las instituciones políticas importan para determinar el desarrollo de las naciones (argumento que mereció el reciente Nobel de Economía), las reglas informales nos sumergen en el subdesarrollo.
La “culpa”, según algunos ensayistas, la tiene el neoliberalismo. Si bien es cierto el achicamiento abrupto del sector público a inicios de los noventa incrementó el tamaño del sector informal, este ya era significativo antes de las políticas de ajuste. De hecho, el problema radica en que dichas medidas no se complementaron con reformas políticas que sintonicen con el espíritu liberal (de hecho, fue todo lo contrario, como lo demuestra la barbaridad de la exclusividad del financiamiento partidario estatal que promovieron los contumaces reformólogos de siempre). En países vecinos que compartieron la misma matriz de mercado (como Chile), el Estado de derecho es incuestionable, el equilibro de poderes es sagrado y el servicio público es altamente profesionalizado. No casualmente el sector informal en el país sureño no llega siquiera al tercio de la población. ¡Malditos Chicago Boys!
Si bien no creo que el diseño institucional hará milagros, tenemos que apostar por innovar reformas para disminuir la informalidad, entendiendo que no es un fenómeno asociado solo a la pobreza, sino transversal a todos los niveles de ingreso. Por lo tanto, requerimos una intervención más general que la economicista, más holística y simultánea en las esferas económicas, sociales y políticas. Estos deben ser los términos de discusión del debate público, tanto académico como del ‘policy making’, de la cooperación para el desarrollo y de los promotores del ingreso a la OCDE. Lamentablemente, hoy los esfuerzos de la materia gris de nuestra élite (y los recursos que ha dispuesto la comunidad internacional) están concentrados en continuar polarizando la sociedad, denunciando coaliciones autoritarias a diestra y siniestra, e insistiendo en importar fórmulas de realidades mucho más formales que la nuestra. Por lo tanto, malgastando los fondos disponibles, generando falsas expectativas y perennizando la disfuncionalidad de nuestro sistema político. Abordemos, de una vez por todas, los temas de fondo.