“The Economist” es, para nuestro gusto, la mejor revista del mundo. Es, en todo caso, una de las más influyentes. Su reciente artículo sobre la productividad en América Latina, “Why are Latin American workers so strikingly unproductive?” o “¿Por qué son los trabajadores latinoamericanos tan chocantemente improductivos?”, ha sido, naturalmente, muy comentado. Tanto que en su edición digital tuvo que cambiar el título original porque sonaba despectivo (“A land of useless workers” o “Una tierra de trabajadores inútiles”). Pero más importante que el título es el contenido. El artículo repite –un aparente caso de influenciador influenciado– conceptos esquemáticos sobre la productividad, los oligopolios, la falta de diversificación y la informalidad. ‘This economist’ tiene una visión distinta de las cosas.
En el caso peruano, al menos, la tesis de la productividad languideciente es difícil de conciliar con el crecimiento de los ingresos en los últimos 30 años a lo largo y ancho del país, en la mayoría de ocupaciones, en el sector formal y en el informal. ¿Por qué las empresas les pagarían más a sus trabajadores, en términos reales, si no fueran más productivos que antes? La propia revista admite que la productividad es “endemoniadamente difícil de medir”. Mejor, entonces, guiarse por los efectos visibles. Si vemos que los sueldos han subido, podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que la productividad ha subido también.
El artículo atribuye la supuesta lentitud en el crecimiento de la productividad a tres características, digamos, estructurales de las economías latinoamericanas: la falta de diversificación productiva, los oligopolios y la informalidad. Sobre lo primero, hace algunos años, curioseando las estadísticas de comercio exterior, nos dimos con la sorpresa de que el número de partidas arancelarias que exportábamos se había incrementado de una manera que no podía explicarse por la incorporación de nuevos elementos a la tabla de Mendeléyev ni por la de nuevos colores al Pantone de polos de algodón. Indudablemente, nuestras exportaciones se habían diversificado.
En cuanto a los oligopolios, tendría que demostrarse cómo son capaces de sobrevivir tanto tiempo esquilmando, supuestamente, al público en una economía en la que empresas informales pueden entrar y salir de la mayoría de mercados sin preocuparse de permisos ni licencias. En algunos mercados, como el financiero, los llamados oligopolios cobran precios mucho menores que sus competidores informales.
Que la informalidad es un problema, sí. Mejor dicho, es el síntoma de un problema. No es que la informalidad haga a la gente menos productiva, sino que la gente menos productiva tiende a la informalidad. ¿Por qué? Porque no es lo suficientemente productiva como para soportar el costo de la formalidad, comenzando por el sueldo mínimo. Pero no nos engañemos: en el mundo informal, la productividad también crece con el tiempo. Como ‘homo oeconomicus’ que es, el informal anda buscando maneras de mejorar sus productos, reducir sus costos, aumentar sus ventas. Lo que necesitamos es que esa energía no se disipe en el papeleo inútil o en ocultarse de las autoridades.
La informalidad es más una categoría legal que económica. Responde a los mismos incentivos que la formalidad. Si creemos en la empresa privada, no podemos pasarnos la vida denostándola.