Es evidente que las muertes ocurridas durante las revueltas de diciembre y enero deben ser investigadas con celeridad para determinar si hubo uso excesivo y criminal de la fuerza, pero el informe de la CIDH se funda en narrativas cercanas a los sectores de izquierda, que no ayudan a pacificar el país.
Para comenzar, es muy importante el origen y legitimidad de las protestas para entender su naturaleza. La información que movilizó a muchas comunidades fue un mito: que el expresidente Pedro Castillo, campesino como ellos, había sido derrocado por el Congreso en alianza con los poderes económicos. Les habían robado el voto. La protesta, entonces, era lógica, pero se basaba en una falsedad infundida por la prensa alternativa de izquierda y las dirigencias radicales, fraseada en clave de lucha étnica y de clases. Aún hoy más de la mitad de la población sigue creyendo que el golpe lo dio el Congreso. La comisión debió dar cuenta de esto para tranquilizar a la población falazmente agraviada.
También el informe debió incluir una evaluación de la legitimidad de las demandas. Estas eran claramente inconstitucionales (asamblea constituyente, cierre del Congreso, liberación de Castillo, adelanto de elecciones). Por lo tanto, las revueltas tenían un carácter insurreccional que, en última instancia, buscaba, las primeras semanas, reponer a Castillo. Era importante establecer este carácter insurreccional, porque eso es lo que explica el nivel de violencia extrema que alcanzaron las protestas, con ataques a aeropuertos, comisarías, fiscalías, empresas, etc., impulsados en medida importante por dirigencias radicales de izquierda tales como el Fenate-Movadef –desplazado del gobierno–, cuyo papel el informe no evalúa ni juzga.
Y es en el marco de esa violencia extrema que debe analizarse la reacción de las fuerzas del orden, para ver si hubo o no un exceso injustificado. En el caso de Juliaca el informe sí reconoce que las fuerzas de seguridad fueron atacadas con piedras, palos y fuegos pirotécnicos, como avellanas, pero eso no le impide concluir que allí hubo un uso excesivo e indiscriminado de la fuerza por parte de agentes del Estado. ¿Debieron los policías actuar como en Ica, donde se limitaron a recibir piedras, palos y bombardas? ¿No hay responsabilidades compartidas en el doloroso saldo de muertes que aún enluta a las regiones del sur y al país entero?
El informe desdeña el carácter insurreccional de las movilizaciones para poner énfasis –como telón de fondo de las protestas– en condiciones de discriminación y desigualdad generadas por el modelo económico y por el “extractivismo” que destruye el ambiente, asumiendo sin pudor un claro discurso de izquierda. Por supuesto, desconoce que los conflictos con la minería se deben mucho más a reclamos rentistas que ambientales y que fue ese “modelo” económico el que redujo la pobreza del 60% al 20% (antes de la pandemia) y logró que los sectores rurales andinos mejoraran su ingreso en mayor proporción que los demás, como demostró Richard Webb. Lo que ha ocurrido es que esa burguesía rural ve impotente cómo los gobiernos locales y regionales se roban la plata, los servicios no funcionan y las obras se paralizan. Y no puede formalizarse por el costo de las leyes.
Debido a su orientación ideológica, la comisión no registró ni condenó la entronización de verdaderas dictaduras locales regidas por dirigencias radicales que bloquearon carreteras, cerraron mercados y tiendas, acallaron periodistas, incendiaron canales de televisión y locales institucionales, azotaron a autoridades que osaban hablar con el Ejecutivo, entre otras abiertas, flagrantes y continuadas violaciones a los derechos humanos de las personas comunes y corrientes.
El duelo nacional por las muertes que jamás debieron ocurrir requiere de una reflexión mucho más profunda y equilibrada que la que ha producido la CIDH.