Algún día recordaremos con nostalgia el colorido espectáculo de los puestos de periódico donde, entre la prensa popular, los diarios deportivos y las revistas, se forman mosaicos que confirman el “horror al vacío” de nuestra cultura popular. Si quieren divertirse, vayan a un quiosco hoy y verán que aparecen noticias sorprendentes sobre la farándula o el deporte –con fotos incluidas– para, tras leer el texto, descubrir que todo se trata de una broma por el Día de los Inocentes.
Esta celebración es un caso peculiar de un hecho trágico que se transforma, 20 siglos después, en una ocasión para la broma. Habiendo venido al mundo el Mesías, el rey Herodes ordena la matanza de todo recién nacido en Belén. La Sagrada Familia huye entonces a Egipto, donde más de 1.000 años antes, el faraón, preocupado por el crecimiento del pueblo hebreo, había ordenado otra matanza de bebes judíos de la que sobrevivió Moisés. Ambas persecuciones –la de Jesús y la de Moisés– tuvieron un costo social elevado de madres y padres desconsolados por la muerte de sus hijos inocentes. Y es bueno, en homenaje a ellos, reflexionar sobre la inocencia.
Hoy la inocencia está en crisis en el Perú. En su dimensión de exención de culpa, la inocencia se ha vuelto un elemento escaso y, por lo tanto, deseado en una década en la que el desfile de políticos, jueces y empresarios ante los tribunales se ha vuelto, al mismo tiempo, cotidiano y espectacular.
Si, por otro lado, asociamos la inocencia a su segunda definición –el candor y la vulnerabilidad a ser engañado– podemos decir que también está en crisis. Una serie de mensajes han perdido su aparente inocencia y estamos en una época en la que se cuestionan desde canciones como el “Arroz con leche” hasta interpretaciones bíblicas que promovían conductas que antes eran consideradas adecuadas. También se ve con escepticismo la forma en la que Disney edulcoró ciertas narraciones populares, y el matrimonio como premio para la princesa ya no se sostiene como final feliz. Este escepticismo y esta incredulidad se manifiestan cuando ya no hay verdades absolutas. Si las grandes ideologías decayeron hace décadas, instituciones tradicionales como la Iglesia, hoy, no son solo cuestionadas, sino también vigiladas. Ya no existen ídolos, ni deportivos ni televisivos, que no sean escudriñados en su vida privada.
Por otro lado, la inocencia es algo inexistente entre los miembros de una sociedad que ha confundido ‘tradición’ con ‘injusticia’, pues no seremos inocentes mientras sigamos siendo cómplices de la violencia contra la mujer, las grandes injusticias sociales y las desigualdades.
Mención aparte merece la nueva relación de culpa con los animales que hemos cimentado en este milenio, tras siglos de cacería y exterminio, viéndolos ahora como “hermanos menores” y pantallas en las que proyectamos solo virtudes humanas.
¿Es bueno haber perdido socialmente la inocencia? Sí. Es bueno que cuestionemos lo dado, ya que, como nunca, hoy la información que tenemos nos llega mediatizada por los medios de comunicación y, en nuestro caso en particular, también por una tradición social que se ha mantenido incuestionada durante siglos y que ampara la conservación de jerarquías y divisiones.
¿Hemos cambiado la inocencia por una mayor autoconciencia? No. Por el contrario, ahora somos proclives a seguir al grupo a través de las redes sociales, que suelen convertir en culpables a inocentes y viceversa. Estamos teledirigidos por la presión del grupo y somos demasiado fáciles de manipular. Una desidia nos hace vulnerables al votar y tenemos una ilusión muy grande de poder y control. No hay duda de que el producto que más nos vende la economía de mercado es la ilusión.
El filósofo francés Pascal Bruckner desconfía del candor que llamamos inocencia puesto que, para él, este era una forma de escapar de las consecuencias de nuestros propios actos, o de gozar de los beneficios de la libertad sin aceptar los desafíos de la misma. Bruckner no está de acuerdo con esta inocencia cándida que nos convierte en niños eternos o en mártires permanentes.
Y así, pues, vemos que, en su acepción legal, la inocencia es deseada e incluso, paradójicamente, puede llegar a ser “comprada” en nuestros tribunales. En la lucha social, por otro lado, es más bien sospechosa, pues no somos inocentes si con nuestro silencio somos cómplices de la injusticia social. Finalmente, en su acepción de candor e ingenuidad, la inocencia ha perdido terreno ante la racionalización, la ironía e incluso el cinismo. Me choca ver en mis alumnos cierto grado de dureza e incredulidad mezclada con desconfianza.
Como antropólogo, sé que nacemos al interior de una cultura que nos aleja de nuestro lado infantil para convertirnos en adultos integrados a la sociedad. A veces me da miedo que este proceso termine por esconder al pequeño que alguna vez fuimos. Aquel bebe que no tenía miedo de caerse una y otra vez antes de aprender a caminar o que le sonreía a la vida sin temor al “que dirán”. Creo que los adultos podemos sacar a pasear esa inocencia que disfrutábamos de niños y que nos permitió entregarnos a la vida sin miedo. Esa inocencia con los pies bien puestos en la tierra es la que debemos recuperar recordando siempre aquella frase de “El Principito”: “Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan)”.