Hace unos días concluí uno de los semestres más ajetreados en mi vida docente. Por azares de la programación, me tocó dictar la última clase universitaria a un grupo de estudiantes de periodismo a punto de graduarse. La que parecía simplemente una sesión de cierre, para ellos resultaba un momento crucial y me lo hicieron saber. Ellos decidieron acudir a aquella clase como quien visita un oráculo y yo me sentía como el camarero de un chifa que se acerca a llevar la cuenta junto con un puñado de galletitas de la suerte. Así que llevé uno de mis ensayos favoritos, una pieza corta escrita por la periodista Joan Didion hace más de 50 años y que sigue pareciéndome aleccionadora. Se titula “On Self-Respect” y ha sido traducido como “Sobre la autoestima”.
Les dije a mis estudiantes que no se dejasen llevar por el título, que la industria del mejoramiento personal había arruinado esa palabra que casi siempre viene acompañada de mantras que nos incitan a querernos a nosotros mismos a pesar de nuestros defectos. “El triste hecho es que la autoestima –escribe Didion– no tiene nada que ver con la aprobación de los demás, a quienes después de todo, engañamos con suficiente facilidad; no tiene nada que ver con la reputación, que, como Rhett Butler le dijo a Scarlett O’Hara, es algo de lo que las personas con valentía pueden prescindir”.
Hace unos días, los hombres de negocios –eran casi todos hombres– más poderosos del país se reunieron para discutir el futuro. En las primeras horas del encuentro subrayaron que la integridad era esencial para el liderazgo empresarial. Alguien definió la integridad como hacer lo correcto incluso cuando nadie te está mirando. El ensayo de Didion –escrito cuando tenía apenas 26 años– es una lección sobre esa otra mirada vigilante, la que resulta ser la más severa de todas: la propia. Y es que en un mundo donde existen cátedras, premios y gerentes de responsabilidad social y donde no hay buena obra que no se haga sin calcular el rédito en likes en redes sociales, es cada vez más fácil olvidar que la integridad tiene menos que ver con aprender a pedir perdón o a tomarse la foto haciendo el bien que con cultivar una vida que nos ayude a ganarnos el respeto propio antes que el ajeno.
“Las personas que se respetan a sí mismas –escribía Didion– poseen la valentía de sus errores. Conocen el precio de las cosas. Si eligen cometer adulterio, no corren en un arrebato de arrepentimiento a buscar la absolución de las partes agraviadas; ni se quejan excesivamente de la injusticia, de la vergüenza inmerecida, de que se les nombre como responsables”. Esta integridad, que nos obliga a ser coherentes y a hacernos dueños de nuestras decisiones menos afortunadas, es dolorosa. Didion compara esa fibra moral con lo que nuestros abuelos llamaban carácter, ese estoicismo con el que se acepta que la vida es dura y que todo lo que vale la pena exige cierto sacrificio. “Una cierta disciplina, la sensación de que uno vive haciendo las cosas que no quiere hacer particularmente, poniendo a un lado los temores y las dudas, comparando las comodidades inmediatas con la posibilidad de unas mayores, aunque intangibles”, proseguía Didion.
Si bien muchas veces pensamos que es la mirada ajena, el juicio externo, el que nos impide tomar una decisión cuestionable, es en realidad mirarnos a nosotros mismos lo que resulta más difícil y muchas veces insoportable. Tanto mis estudiantes como esos señores trajeados que hablan de integridad y crecimiento económico están tan acostumbrados a vivir pendientes de la aprobación ajena –las calificaciones, los diplomas, los ránkings, las encuestas de opinión–, que a ratos olvidan que la medida última de nuestra valía es el espejo que nos ponemos delante, ese poder mirarnos a los ojos a nosotros mismos con la cabeza alta y la satisfacción del deber cumplido. Porque, ante los ojos ajenos, el éxito –o lo que muchos entienden por éxito– puede camuflar nuestras miserias o fechorías, pero ante nosotros mismos no tenemos escapatoria.