Uno de los pocos cambios que los partidarios de una nueva Constitución han dicho puntualmente que quisieran es eliminar la potestad de dar garantías y seguridades a los inversionistas mediante contratos-ley. No podríamos estar en desacuerdo con una propuesta semejante porque los contratos-ley, a nuestro entender, están reñidos con los principios de una economía de mercado.
Los contratos-ley no son una creación de la Constitución de 1993. Existen con otro nombre desde, por lo menos, 1950. La ley 9140 autorizaba al gobierno a firmar convenios de estabilidad jurídica concediendo exoneraciones tributarias para estimular la industrialización. La ley de promoción industrial de 1959 y la ley general de industrias de 1970, una de las reformas emblemáticas del gobierno del general Velasco, también contemplaban la concesión de beneficios a los inversionistas mediante contratos con el Estado. El Código Civil de 1984 generaliza la aplicación de los contratos-ley a cualquier actividad económica, no solamente la industrial. La Constitución de 1993 simplemente consagra lo que ya era parte de nuestra legislación.
Ninguna de esas leyes consiguió realmente estimular la inversión. Comparada con el promedio histórico de 11,3% del PBI en el período que va de 1950 a 1993, la inversión privada aumentó menos de dos puntos porcentuales en los cinco años posteriores a la ley de 1950; apenas la décima parte de un punto porcentual entre 1960 y 1964, y nada entre 1971 y 1975. Entre 1985 y 1989, tras la promulgación del Código Civil, la inversión privada estuvo por debajo del promedio histórico. Solamente con la Constitución de 1993 se observa un aumento sustancial y permanente a una media de 16,9% del PBI entre 1994 y el 2020. Pero habida cuenta de las experiencias anteriores, el aumento no parece atribuible a la incorporación de los contratos-ley al texto constitucional, sino más bien al conjunto de principios que mejoraron el clima de inversión, como la responsabilidad fiscal y monetaria, el respeto a los contratos en general y a la propiedad privada, y la apertura al comercio exterior y a la inversión extranjera.
Es verdad que se han firmado centenares de contratos-ley. Según Pro Inversión, hasta junio del 2020 eran 339 contratos con empresas receptoras de inversión, por un total de US$14.500 millones. Suena a mucho, pero no es ni el 3% de toda la inversión privada realizada de 1994 en adelante. Una parte de esa inversión se habría hecho de todas maneras con o sin contratos-ley.
Es verdad también que los contratos-ley ofrecen una protección importante; por algo los inversionistas los firman. Todos los contratos están protegidos constitucionalmente contra las leyes que pretendan alterar los términos acordados por las partes. La protección adicional que ofrecen los contratos-ley es una protección contra cambios en las normas de aplicación general, sean estas tributarias, laborales o de otra índole. Un aumento en la tasa del Impuesto a la Renta, por ejemplo, no es aplicable a una empresa que cuente con un contrato-ley vigente. El contrato-ley estabiliza el régimen tributario para la empresa en cuestión, lo cual reduce, sin duda, el riesgo que enfrenta el inversionista. El problema es que esa protección no está disponible para cualquier inversionista, sino solamente para los que inviertan de US$5 millones para arriba (o de US$10 millones para arriba en el caso de inversiones en minería o hidrocarburos). Eso pone a unos inversionistas en desventaja con respecto a otros porque tienen que asumir más riesgos.
Los contratos ya firmados indudablemente se tienen que cumplir, pero no deberían firmarse más. Si no es posible, por razones prácticas, darles contractualmente las mismas garantías y seguridades a todos los inversionistas, grandes, chicos o medianos, es mejor no dársela a ninguno. Los contratos-ley no son esenciales para incentivar la inversión privada; el resto del capítulo económico sí.
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