Los campus universitarios en Estados Unidos han explotado durante los últimos meses con protestas contra la campaña bélica de Israel en Palestina.
Independientemente de lo que uno opine sobre esa guerra, la tolerancia, la libre expresión y la necesidad de mantener la seguridad y aplicar las reglas de igual manera a todos han estado en juego en estas instituciones. Ante la violencia y el antisemitismo que los manifestantes muchas veces han mostrado, la actitud de las universidades ha sido en gran medida decepcionante. Primero, justificaron no aplicar sus propias reglas y, luego, tardaron mucho en revertir la situación.
Lo ocurrido en las universidades es un microcosmos de otra guerra que se ha estado librando en Estados Unidos: la cultural. Esta guerra gira en torno a conceptos contrapuestos sobre la identidad, la justicia, la naturaleza del poder y la manera de resolver las diferencias.
¿Es el sistema de la democracia de mercado esencialmente racista o es el que mejor sirve a las minorías, aun cuando tenga defectos que se pueden corregir? ¿Es la pertenencia a determinado grupo o los atributos individuales lo que más importa al momento de definir la identidad? ¿Debe haber baños especiales para ciertos géneros?
Esas son solo algunas de las preguntas sobre las que se están librando batallas culturales. Los orígenes posmodernistas, “antirracistas” y de otras corrientes intelectuales, muchas veces contradictorios, de conceptos que cuestionan al liberalismo tradicional están bien documentados.
Pero, en un ensayo nuevo, el experto legal Gene Healy identifica un factor que ha hecho que las guerras culturales de ahora en Estados Unidos sean diferentes, y más potentes, de lo que eran en el pasado: “El presidente tiene, cada vez más, el poder de remodelar vastas áreas de la vida estadounidense. La presidencia moderna, por su propia naturaleza, divide, no une”.
Healy documenta cómo las decisiones que antes se dejaban en manos de la sociedad civil o para debatir en el Congreso ahora están en manos del presidente. “Peor aún, los últimos presidentes han desplegado sus poderes reforzados para imponer acuerdos forzosos en cuestiones muy controvertidas y de gran carga moral sobre las que los estadounidenses deberían ser libres de discrepar”.
Los profesores de Derecho John McGinnis y Michael Rappaport describen cómo los poderes que el Congreso ha otorgado al presidente le “permiten al Ejecutivo crear las normativas más importantes de nuestra vida económica y social. El resultado son normativas relativamente extremas que pueden cambiar radicalmente entre administraciones de distintos partidos”.
Con cualquier cambio de partido en la Casa Blanca está en juego todo tipo de leyes: las que tratan de inmigración, el uso de combustible en los carros, el uso de Internet, etc. El cambio de la presidencia ha impactado hasta en cómo se trata la libre expresión y las demandas por agresión sexual en los campus universitarios.
Healy dice que es así como el presidente Joe Biden emitió más decretos ejecutivos en sus primeros 100 días que el presidente Barack Obama en su primer año. Uno de los decretos priorizaba la tarea de eliminar el “racismo sistémico” del gobierno federal y sus agencias. En virtud de esa orden, los doctores que implementan planes “antirracistas” recibirán reembolsos más generosos bajo el programa de salud Medicare.
Bajo el mismo razonamiento, el gobierno federal otorgó fondos y medicina basándose en criterios raciales y no de necesidad durante la pandemia. En muchas otras áreas culturalmente contenciosas, como la cirugía transexual, el Ejecutivo actúa de manera unilateral.
Ambos partidos políticos han abusado de demasiado poder ejecutivo y prometen seguir incurriendo de esta manera en áreas tan sensibles como las culturales. Healy tiene razón cuando pide reducir lo que está en juego con cada elección presidencial.