Conversábamos la otra noche con un amigo abogado, con quien compartimos algunas experiencias en torno a la privatización hace largos años, sobre los compromisos de inversión que se les exigía a los compradores de algunas empresas públicas. Entel Perú, por ejemplo, se vendió con el compromiso de instalar una cantidad de líneas en cinco años; el depósito de Antamina, por poner otro ejemplo, se vendió con el compromiso de invertir más de US$2.000 millones o pagar una penalidad. El gobierno de entonces, piensa este economista, nunca estuvo del todo convencido de que el sector privado fuera capaz de tomar las mejores decisiones de inversión. Tan es así que lo que debió ser la Comisión de Privatización recibió el nombre de Comisión de Promoción de la Inversión Privada.
En una economía de mercado es innecesario “promover” la inversión. Las empresas privadas harán todas aquellas inversiones que les agreguen valor (esto es, que generen ingresos futuros suficientemente mayores que los costos presentes de la inversión) y no harán las que no les agreguen valor. Claro que los accionistas pueden equivocarse –'miscalculate’, como se dice en inglés–, pero no hay ningún motivo para pensar que los comités de privatización que fijaban los compromisos de inversión tuvieran un menor margen de error.
Los compromisos de inversión resultaban irrelevantes o contraproducentes: irrelevantes si estaban por debajo de lo que las empresas, una vez privatizadas, invertirían por iniciativa propia; contraproducentes si estaban por encima. Obligar de antemano a los potenciales compradores a invertir en proyectos que no agregarían valor solamente reducía los precios que estaban dispuestos a ofrecer. Dependiendo de las reglas de la subasta, un postor podía inclusive inflar su compromiso de inversión, cuando este era una variable en juego, a sabiendas de que pagaría más adelante una penalidad por incumplirlo, y ofrecer un precio menor en efectivo.
Pero puede ser peor que eso cuando el compromiso consiste, no en invertir una cierta cantidad de dólares, sino en instalar equipos específicos. Uno de los operadores del puerto del Callao pasó más de un año renegociando su contrato de concesión, que lo obligaba a poner unas grúas cuando el movimiento de carga pasara de cierto volumen. El mercado, sin embargo, había evolucionado en una dirección distinta a la originalmente prevista, y lo que se requería era otro tipo de instalaciones. La consecuencia del dirigismo estatal fue retrasar una inversión que era rentable para la empresa y útil para el país.