La semana pasada comentaba sobre cómo la polarización entre sectores de nuestras élites de derecha y de izquierda ha conducido a discursos que podríamos calificar de “paranoicos”, mediante los que los adversarios son percibidos como enemigos, encarnación de males, con lo que el diálogo y la convivencia democrática resultan imposibles.
En los últimos años, en el mundo de la derecha, posturas pro mercado en lo económico y liberales en lo valorativo han sido desplazadas relativamente por otras de corte más populista y conservador. Algo similar podría decirse del mundo de la izquierda. Históricamente, las izquierdas se han debatido entre, de un lado, posturas radicales, para las que no hay soluciones de fondo posibles dentro del sistema, por lo que se impone la necesidad de alguna forma de ruptura, y posturas más moderadas, que aceptaban una suerte de convivencia crítica con el mismo.
Los radicales invocaban la necesidad de alguna forma de camino insurreccional para llegar a la revolución y, más recientemente, la refundación institucional por medio de una asamblea constituyente. Se trataba de una izquierda más de base, más activista, pero también más conservadora en lo valorativo.
Los moderados aceptaban las reglas de la democracia electoral liberal y algunos de sus valores (ampliación de derechos individuales) en las que hay que ganar elecciones y convencer a un electorado no ideologizado, y comprendían la necesidad de convivir y entenderse con adversarios e incluso “enemigos” políticos. Esto implicaba, además, un cierto compromiso con la economía capitalista: no era realista aspirar a un cambio de modelo, pero sí imponerle restricciones mediante un Estado fuerte. Un ala revolucionaria y una socialdemócrata, por así decirlo, donde los radicales necesitan de los moderados por su mejor desempeño en el escenario electoral y sus competencias técnicas, y estos de aquellos por su mayor enraizamiento en el ámbito nacional y en las organizaciones sociales.
Estas tensiones, en último término, dieron lugar a la ruptura de la Izquierda Unida con miras a las elecciones de 1990, lo que liquidó por un buen tiempo sus posibilidades políticas. En la década de los 90 y en el nuevo siglo, un sector apostó por mantener el principismo ideológico, pero casi desapareció de la escena, mientras que otro optó por participar como aliado menor dentro de coaliciones más amplias.
Es recién en el 2016 que la izquierda logra tener una presencia política nacional relevante propia a través del Frente Amplio en el que convivían, como antes, posturas moderadas y radicales. La novedad es que desde entonces aparecieron candidaturas más extremas con alguna viabilidad electoral, como la de Gregorio Santos; rupturistas en lo institucional, distribucionistas en lo económico y conservadoras en lo valorativo. La no consolidación del Frente Amplio y del Nuevo Perú abrió un espacio para que los sectores más extremistas de la izquierda tuvieran el liderazgo y asumieran un discurso que despreció la relevancia del respeto a las reglas del pluralismo democrático y de la necesidad de mínimas competencias técnicas para ejercer posiciones de gobierno, todo en nombre de la necesidad de “democratizar” el Estado.