La reciente firme actitud del canciller peruano Javier González-Olaechea sobre el respeto internacional al principio de no injerencia en los asuntos internos de otros países revive una responsabilidad de Estado sobre la que más de un gobierno de turno se ha encogido de hombros, dejándola pasar.
Precisamente bajo la sombrilla del dejar hacer y el dejar pasar de las autoridades peruanas se cometen no pocos excesos y abusos desde gobiernos y organismos internacionales al extremo, como acaba de ocurrir, de cuestionarse proyectos de ley o políticas públicas que responden estrictamente a los marcos de la soberanía nacional.
En efecto, la elaboración de un proyecto de ley y su discusión parlamentaria sobre la necesidad de transparentar las finanzas de las ONG (organismos no gubernamentales) sometidos a las normas internas del país no pueden motivar pronunciamientos de rechazo ni orientados a tratar de impedir el derecho pleno de los poderes del Estado Peruano a adoptar decisiones legislativas y ejecutivas que emanan de sus legítimas competencias.
No es que el Perú tenga que renunciar a tratados y compromisos de los que es signatario pleno, con derechos, deberes y obligaciones manifiestos, pero dos organismos relevantes en su naturaleza y funciones, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Justicia, vienen también, desde hace mucho tiempo, dando muestras de marcada ideologización y evidente sesgo en sus informes, resoluciones y sentencias, lo que hace necesaria una urgente recomposición y recalificación de rigor de sus miembros.
Si en estos dos temas el Estado Peruano no ha tenido el valor de poner las cosas en su sitio, ya sea por complacencia o falta de autoridad, hasta la salida al frente de González-Olaechea, es porque llevamos años haciendo que los actos de Gobierno prevalezcan sobre los actos de Estado y, más todavía, haciendo que las funciones de la jefatura de Gobierno, las de la jefatura del Estado y las del presidente del Consejo de Ministros se entrecrucen y se superpongan permanentemente.
De ahí que, a propósito de la grave crisis del sistema de justicia, tampoco sabemos ciertamente dónde está el papel de la jefatura del Estado, que es una de las funciones fundamentales de la presidenta Dina Boluarte, a su vez no solo investigada sino tratada por la fiscalía como si solo fuese jefa de Gobierno. Que el equivocado diseño constitucional no haya resuelto este problema que no siempre todos los gobernantes pueden manejar con destreza no quiere decir que sigamos considerando la jefatura de Estado como una jefatura marginal.
En el prólogo a mi libro “La presidencia ficticia”, el politólogo Carlos Meléndez advierte con absoluto acierto que “el gobierno del día a día arrastra los destinos del Estado histórico” y que “en el fracaso de cada presidente de paso se agudiza la desconfianza perpetua con el Estado”.
Convengamos, entonces, en que estamos siempre ante una predominante jefatura de Gobierno y ante una todavía marginal jefatura del Estado.