Que los gobiernos anden y acaben mal se ha convertido en un lugar común en el mundo, como es también un lugar común que las crisis políticas y los éxitos económicos vayan por cuerdas separadas, hasta que el toque de alarma llegue demasiado tarde.
Que los Estados, garantes institucionales del funcionamiento ordenado de los países, de sus balances de poderes y de sus políticas públicas, enfrenten el grave riesgo de colapsar en sus acciones primordiales, llama a una urgente preocupación mundial, pues de esas acciones primordiales de los Estados depende fundamentalmente la suerte de la salud, la educación, la seguridad, la justicia, las libertades democráticas y los derechos humanos de millones de personas.
Se hace más necesario que nunca sostener y salvar las instituciones y políticas de Estado, dotándolas de la estabilidad y continuidad que los gobiernos no pueden darles.
¿No es que los gobiernos pasan y los Estados quedan? Lo que no puede ser es que los Estados, llamados a perdurar, tengan que pasar por el síndrome de transitoriedad de los gobiernos.
La insatisfacción social frente a los sistemas democráticos hunde sus raíces en la discontinuidad y el deterioro de la gestión pública de la misma manera que en la confusión de roles entre el Gobierno y el Estado. Si el Gobierno está para servir al Estado, ocurre que el Estado termina sirviendo al Gobierno o a otros poderes e intereses.
La diferencia entre estándares de éxito en países del Primer y Segundo Mundo y otros de fracaso en países del Tercer y Cuarto Mundo radica en que, en el primer caso, los Estados son garantes de estabilidad de las políticas públicas, y, en el segundo caso, los Estados caen en el mismo fácil desgaste y desprestigio de los gobiernos.
La confusión de roles entre Gobierno y Estado suele ser percibido, pero no enfrentado ni resuelto. No es un problema de incompetencia. Es un problema de meterse en el tablero de mandos del otro. O como ocurre en el Perú, donde el presidente es el jefe de Gobierno y el jefe del Estado. Tiene dos tableros de mando en sus manos, lo que hace, por ejemplo, que el ministro del Interior amenace inconstitucionalmente a futuros miembros del Congreso con quitarles la seguridad policial, o que el presidente Martín Vizcarra salga a decir que es jefe de Gobierno y no jefe del Estado, en un lapsus nervioso, quizás por rehuir alguna responsabilidad a futuro frente a la demanda de la empresa brasileña Odebrecht. El mandatario sostiene no haber sabido nada de los entendimientos de dos exministros suyos y de un procurador con Odebrecht, como podría pasar que tampoco sepa muchas otras cosas al interior del Gobierno que conciernen al Estado.
Como jefe y representante del Estado, Vizcarra puede celebrar y suscribir tratados internacionales y hasta ocuparse de sus controversias. No es una función protocolar tener la potestad de declarar la guerra y firmar la paz. Y así fuese su función protocolar, él no debería negarla. La Constitución lo señala claramente. El presidente es el jefe del Estado y personifica a la nación.
Contra el extraño repliegue de Vizcarra en el tema, ya es hora de que las democracias latinoamericanas ajusten su diseño constitucional para que los presidentes sean más jefes del Estado que jefes de Gobierno, haciendo descansar esta segunda función, como podría ser en el caso peruano, en el mal llamado primer ministro. Así tendríamos jefes de Estado reales y no decorativos, velando por la institucionalidad perdurable en lugar de agitar la transitoriedad gubernamental, preocupados por afianzar la separación de poderes en lugar de pretender debilitarla.
En las monarquías constitucionales la jefatura de Estado no es protocolar. Ellas pueden tener sus protocolos, que es distinto. Reyes y reinas constituyen la última instancia del poder. Velan por la estabilidad política de sus países.
No hay ficción: estamos ante jefes de Estado (en la forma que fuese) o ante jefes de nada.