Todos hablamos castellano y, además, nos entendemos. A diferencia de un francés de Quebec y uno de París, latinoamericanos y españoles nos comunicamos sin problemas. El asunto es bastante antiguo. En 1892, el escritor peruano Ricardo Palma viajó a Madrid para presentar ante la Academia Española de la Lengua centenares de americanismos. Todas las palabras y expresiones que por entonces fueron rechazadas son ya parte del Diccionario de la Academia.
Hoy figuran en el diccionario 75 palabras de origen quechua, entre ellas ‘cancha’, ‘pucho’, ‘calato’, ‘chingana’, ‘carpa’ y ‘chacra’. Palma iba a publicar luego sus “Papeletas lexicográficas” (1903), con 2.700 voces. Otros peruanismos como ‘cacharpas’ o ‘candelejón’ han sido aceptados en nuevas ediciones del Diccionario de la Academia. También un equivalente de ‘reñir’, que posiblemente se remonta al Perú del siglo XVI: ‘resondrar’.
Recuerdo que, cuando llegué a vivir a España a inicios de 1977, me encontré con palabras totalmente nuevas para mí. En Madrid se decía ‘maletero’, en vez de ‘maletera’, ‘jersey’ en vez de ‘chompa’ y ‘follón’ en vez de ‘chongo’. Por aquellos años se podía aplicar una historia que contaba el gran escritor mexicano José Emilio Pacheco adaptada a la llegada de un turista peruano a un hotel en Madrid.
La historia es conocida. Apenas instalado en su pieza, el peruano llama por teléfono a la recepción y le dice una frase al conserje: “Disculpe –un tic de la cortesía peruana es andar siempre pidiendo disculpas–, el caño de la tina se ha malogrado, le ruego mandar a un gasfitero para que lo arregle”. Al escucharlo, por entonces, el conserje no entiende cinco palabras de la frase. El peruano no sabe que debía haber dicho más bien que “el grifo de la bañera se ha estropeado, le ruego enviar a un fontanero para que lo repare”. Hoy, sin embargo, varios años después de esa historia, estas diferencias se han venido borrando y entendemos los términos de la otra orilla.
Es por eso que la idea de la pureza o la inviolabilidad del idioma me parece inútil y anacrónica. La polinización del idioma siempre sigue su curso. En algún momento, se pensó que los escritores éramos unos abanderados en una lucha contra el inglés. Ese anhelo quedó consagrado en la ansiosa pregunta de Rubén Darío en su poema “Los cisnes” de “Cantos de vida y esperanza”: “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?”.
Hoy es cierto que estamos rodeados de palabras inglesas, aunque no siempre por pura imitación. El hecho de que usemos términos como ‘mouse’ o ‘chip’ se debe no solo a la influencia del inglés en nuestras vidas, sino también a las ventajas del monosílabo en una era de comunicaciones rápidas. ‘Defender el español de la invasión del inglés’ es tan absurdo como haber querido defenderlo del árabe en siglos pasados.
Hoy en día, no nos enfrentamos al peligro de la perversión, sino de la simplificación. El lenguaje de los medios de comunicación y las redes sociales ha creado un código de expresiones elementales, llenas de lugares comunes. En el lenguaje de los noticieros, por lo general, no hay adverbios y apenas hay adjetivos. Con ello, hemos perdido matices, sutilezas, riqueza en el significado; lo que no es de extrañar. Mención aparte merecen los dibujos que han sustituido a las palabras. Hoy en día con frecuencia se prefiere poner un osito aplaudiendo o un unicornio con ojos de corazón en vez de palabras tan sencillas como “te felicito” o “te quiero”. Podemos pensar que es el final del lenguaje. Pero nuestras palabras volverán siempre de algún modo. Es el legado de Palma.