A propósito de la reciente aprobación por parte de la Comisión Permanente del Congreso del informe que recomienda inhabilitar por diez años a los seis miembros de la Junta Nacional de Justicia, se discute sobre el riesgo que esto implica para la continuidad de la democracia en nuestro país.
Hay un par de consideraciones que, en principio, apuntarían a que no parece tener sentido hablar de la posibilidad de un autoritarismo. De un lado, quien buscaría una concentración de poder sería el Congreso, que por definición representa la diversidad de intereses políticos. Es más, del Congreso elegido en el 2021 hemos llamado la atención sobre su fragmentación extrema, sobre la dinámica de polarización y confrontación ocurrida durante la presidencia de Pedro Castillo. De otro lado, el Congreso estaría tomando decisiones basado en prerrogativas establecidas en la Constitución.
Sin embargo, como ya hemos comentado antes en esta columna, desaparecido el factor polarizador que constituía el gobierno de Castillo, el Congreso empieza a mostrar un rostro muy diferente. Se revela que el conflicto ideológico, en torno de un eje izquierda y derecha, tenía en realidad una dinámica empujada por el Ejecutivo y una sección del Congreso. Pero la mayoría de los parlamentarios, tanto de izquierda como de derecha, procuran más bien la obtención de beneficios particulares, antes que la implementación de algún programa político. En esto resultaron capaces de generar amplios consensos en torno de la defensa de sectores informales en la educación, el transporte público y otros. Si algún componente ideológico puede encontrarse, es un alto nivel de conservadurismo, tanto en la derecha, que ha debilitado su componente liberal, como en la izquierda, debilitadas banderas posmaterialistas. Así, asistimos a una muestra elocuente del grado de deterioro al que ha llegado la representación política: los partidos actuales parecen haber perdido incluso una mínima capacidad de veto sobre iniciativas de los parlamentarios que llevaron al Congreso dentro de sus filas.
Otro amplio ámbito de coincidencias es la ofensiva contra el activismo judicial de los últimos años. Muchos de los actuales parlamentarios están siendo investigados por la fiscalía, lo que explica el incentivo de contar con una fiscalía “amiga”. La oportunidad para estrechar relaciones se habría dado con la fiscal Patricia Benavides, de allí la decisión de inhabilitar a la fiscal Zoraida Ávalos y destituir a los miembros de la Junta Nacional de Justicia. En la lucha por el control del sistema de justicia convergen los intereses de algunos investigados con otros intereses políticos que desde hace más tiempo pretenden acabar con el activismo judicial desplegado después de casos como el de Los Cuellos Blancos del Puerto o Lava Jato. Si bien se pueden haber cometido excesos en la persecución de los delitos, lo que corresponde es corregirlos, no destruir la institucionalidad judicial.
Una vez tomada la decisión política, se busca algún pretexto que provea de un manto de legalidad a lo que en realidad es pura lógica de poder: si se tienen los votos, se puede aprobar lo que se quiera. Lamentablemente, esta lógica se impuso desde la mayoría absoluta fujimorista del período 2016-2019, siguió en el Congreso 2020-2021 y es muy abierta en el período actual. El Congreso, el Tribunal Constitucional y otras instancias tienen prerrogativas claras. Ciertamente, el Congreso tiene entre ellas controlar el ejercicio del cargo de los miembros de la Junta Nacional de Justicia. Pero las autoridades públicas tienen el deber de respetar principios básicos de legalidad, de autonomía de poderes y de pluralismo político. En el panorama latinoamericano de los últimos años, hemos visto cómo presidentes tan distantes ideológicamente como Evo Morales, Daniel Ortega o Nayib Bukele han forzado al extremo interpretaciones jurídicas para justificar lo injustificable, basándose en el puro ejercicio del poder –controlar la mayoría del Congreso, controlar las cortes de justicia– para construir poderes personalistas.
En nuestro caso, no estamos ante la construcción de un poder personalista, sino ante la convergencia de intereses oportunistas. Igual de peligroso y destructivo para una democracia.