Jaime de Althaus

El hecho de que el proceso de inhabilitación de los miembros de la haya culminado sin una inhabilitación masiva es una buena noticia y sería más buena aún si sirve para poner fin a esta guerra de dos bandos que consume la política y la institucionalidad judicial, aunque para ello aún se requiere que se dejen sin efecto los procesos por donaciones de campaña que estuvieron en el origen de esta guerra, que fueron y son una forma de persecución política.

Lo menos que debemos esperar es que el fin de este proceso contra la JNJ le permita al pasar ahora a una agenda constructiva de reformas políticas, económicas y judiciales. El primer paso en esa dirección ha sido la aprobación de la fundamental reforma constitucional de la y la reelección. Ojalá que la sensación íntima de logro y aporte que deben haber tenido los congresistas luego de esta aprobación les incline a seguir por esa misma senda.

La bicameralidad permitirá tener mejores leyes, los candidatos presidenciales podrán postular al Congreso, de modo que los líderes políticos estarán en el Parlamento mejorando la disciplina de las bancadas y elevando el nivel del foro político y su capacidad para tomar acuerdos, y la reelección permitirá ir seleccionando a los mejores representantes. Pero la bicameralidad requiere de reformas complementarias que mejoren la representación, con distritos uninominales para diputados y que devuelvan a las empresas la posibilidad de financiar de manera transparente campañas electorales –para no dejarle la cancha libre a las economías ilegales– e incluso ‘think tanks’ partidarios por impuestos, para que los mejores vuelvan a los partidos o a la política.

Además, debe aprovecharse la necesaria aprobación de la reforma constitucional sobre impedimentos para postular, que sigue en cuarto intermedio, para arreglar las inconsistencias señaladas por Natale Amprimo, tales como que el número de representantes de los departamentos pueda crecer a costa del distrito nacional único en el Senado.

La aprobación de la bicameralidad coincide con un cambio de primer ministro que, si bien representa una continuidad respecto del anterior, su designación debe verse en conjunto con el cambio de cuatro ministros que se realizó hace pocas semanas que, junto con el nombramiento del canciller González-Olaechea en noviembre, sin duda mejoró la calidad y la orientación del Gabinete. Tenemos ahora un gobierno más decidido a emprender cambios y tomar decisiones que pueden reavivar la confianza y la inversión privada, algo fundamental para retomar el crecimiento a tasas altas y volver a reducir la pobreza.

Sumando todo, podemos estar ante un punto de inflexión. Sin embargo, lo que está fallando es la seguridad. Allí es donde el nuevo premier, Gustavo Adrianzén, debiera concentrar su misión. Tiene que exigir y liderar un plan efectivo de lucha contra la criminalidad, que hasta ahora no existe. Trujillo y Pataz deben ser laboratorios donde se ensayen estrategias efectivas e inteligentes para eliminar las extorsiones en el primer caso, y para erradicar a las bandas criminales en el segundo, acaso mediante una alianza con las comunidades y los mineros informales –que son comuneros– contra las bandas que vienen de la costa o del exterior. Uno de esos cambios ministeriales –positivo– fue el nombramiento del general en retiro, Walter Astudillo, en el Ministerio de Defensa. Ahora hace falta un buen ministro del Interior.

El premier debe liderar cambios en el Código Procesal Penal para flexibilizar el tiempo de investigación policial y las pruebas que el juez exige para dictar detención preliminar, y debe liderar la formulación y ejecución de un plan efectivo y realista para formalizar a los mineros informales, que son más de 300.000, desactivando así una bomba de tiempo y quitándole espacio a la economía ilegal.

Necesitamos entender que es el momento de abordar los problemas en lugar de seguir creándolos.

Jaime de Althaus es Analista político.