(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
José Ugaz

El título de esta columna no se refiere a un programa de la televisión farandulera. Más bien, resume una reflexión sobre la importancia y el peso que le damos a la verdad en estos tiempos de y , en los que se apela a las reacciones emotivas de las personas, distorsionando la verdad, para influir en la opinión pública. No interesan los hechos objetivos y comprobables, pues la apariencia de verdad, reforzada por las creencias personales y prejuicios, vale más que la verdad misma. Una actitud deshonesta que implica un claro desprecio por la realidad.

También tiene que ver con las mentiras, disimulos y silencios en el contexto de investigaciones cuyo objetivo es precisamente la búsqueda de la verdad, al menos como enseña la ciencia procesal: la verdad formal.

Estamos acostumbrados a los gambitos de aquellos que, sometidos a investigación o bajo sospecha de haber cometido delito, recurren a la retórica, los silogismos o simplemente a la mentira pura y dura. Desde el cantinflesco “el puente no se cayó, se desplomó”, hasta la desfachatez de un ex fiscal de la Nación que admitió que mintió, pero que lo hizo “por defender la institucionalidad de la fiscalía”. Es verdad que, de acuerdo a ley, el acusado tiene derecho a mentir en su defensa. El problema se da cuando se traslada ese derecho judicial al ámbito de lo público y se convierte en un signo distintivo que caracteriza a nuestros políticos y autoridades. El menosprecio a la verdad como valor degrada la política y genera un daño irreversible de la confianza ciudadana en sus representantes y líderes.

Y hablando de investigaciones penales, merece un comentario aparte la importancia de la colaboración eficaz y la relevancia de que el colaborador hable con la verdad. Esta institución ha demostrado ser una herramienta muy eficaz en la lucha contra el crimen organizado y las redes complejas de . Quienes se oponen a ella lo hacen desde la orilla de un purismo que linda con lo demagógico o con la soterrada intención de proteger intereses que conviene mantener en la impunidad. La colaboración es buena, lo malo es que no se aplique con rigor y se asegure que la información canjeada por beneficios sea cierta. No es inmoral negociar con un corrupto para lograr un interés superior, lo inmoral es la impunidad.

En estos días, Michael Cohen, el ex abogado personal de Donald Trump, lo ha calificado en un testimonio ante el Congreso como mentiroso y tramposo al haber faltado a la verdad sobre su fortuna y otros hechos concretos, como la construcción de un edificio y el pago a una prostituta por su silencio. Hoy se discute en Estados Unidos, un país que sanciona con severidad la mentira en forma de perjurio, si faltar a la verdad desde la presidencia amerita un antejuicio al presidente para destituirlo (algo así como la incapacidad moral de la que se acusó a Pedro Pablo Kuczynski).

El viernes pasado, en el contexto de una audiencia en la OEA sobre la gran corrupción en Venezuela, se escucharon dramáticos testimonios sobre la magnitud de lo robado por Nicolás Maduro y su gavilla (US$700.000 millones de renta de la petrolera PDVSA con destino desconocido, el contrabando de gasolina suma US$31.000 millones, US$11.000 millones lavados en el HSBC). También sobre la crisis humanitaria que padece el pueblo (el 94% no puede pagar la canasta básica, 61% vive sin comer dos veces al día, 11 kg de peso en promedio ha perdido cada adulto, solo hay el 15% de las medicinas que se necesitan, 20.000 niños muertos en dos años). Por otro lado, se ha incautado a los chavistas mansiones en España, cuentas billonarias en Europa, yates, aviones privados, etc.

¿Cuál es la posverdad de Maduro? Mientras baila salsa indolente, afirma que “la crisis es producto del imperialismo yanqui y de las sanciones que nos han impuesto”.

Finalmente, un comentario sobre las y la verdad. Así como la maravilla de Internet ha revolucionado el conocimiento y las comunicaciones, también se ha convertido en repositorio de basura colectiva, violencia, insultos y agravios de todo calibre, normalmente al amparo del anonimato y la masificación.

Existen claras patologías navegando por el ciberespacio: la del agresor salvaje que ataca alevosamente desde su fanatismo de variada estirpe, vejando y mintiendo descaradamente para descalificar a quien considera su adversario; la del ingenuo prejuiciado, que se suma a los apanados públicos con ligereza y desde “sus principios” sin haberse tomado la molestia de verificar mínimamente la verdad de lo que afirma; la del sicario, puñalero profesional alquilado para asesinatos de carácter y campañas de difamación, etc.

Si queremos progresar como sociedad, debemos rescatar el valor de la verdad en el ámbito público pues es fundamento de la integridad, que es sustento del bien común. No en vano el propio Cristo sentenció: la verdad los hará libres.