Los mismos poderes y las mismas instituciones que impidieron que Pedro Castillo perpetrara un golpe de Estado parecieran estar ahora consintiendo, pasiva y complacientemente, la gestación de otro nuevo e inaudito.
La abusiva y grosera alteración del orden legal y constitucional está llegando precisamente al extremo de su inminente ruptura, mientras el país político y jurídico mira, indiferente, hacia otro lado.
No estamos ante la gestación de un golpe de Estado que provenga de los cuarteles como en los viejos tiempos. Tampoco de autogolpes como el cívico-militar de Alberto Fujimori o el atolondrado y fallido de Castillo desde el Ejecutivo. Estamos ante lo desacostumbrado: inéditas y sucesivas vulneraciones del Estado de derecho por parte de los que deberían defenderlo. Me refiero a los administradores de justicia; es decir, a los jueces y fiscales que confunden sus respetables espacios jurisdiccionales con un desbordado campo de batalla político, en el que la ley y la Constitución terminan siendo, en manos venales, poco menos que alfombras para limpiarse los pies.
Si la Junta Nacional de Justicia (JNJ) no corrige prontamente sus graves conflictos de intereses y transgresiones constitucionales, si el Congreso de la República no se pone a la altura de sus competencias supremas –revirtiendo atropellos indiscutibles a sus mandatos–, si el Ministerio Público no pone orden y equidad en su desempeño jurisdiccional y en sus cuestionamientos internos manchados de impunidad, si el Poder Judicial no sanciona la tendencia de algunos de sus magistrados de ser “comparsas” del Ministerio Público –como bien lo advierte el periodista Ricardo Uceda–, y si el Tribunal Constitucional –a veces muy despierto ante lo evidente y otras veces distraído como ahora–, ante el inminente desastre del Estado de derecho, no hace lo que debe hacer, despertaremos mañana o pasado mañana sin garantías absolutamente de nada. Despertaremos con un nuevo golpe de Estado, peor que el concebido por Castillo.
Dado el peligro al que estamos marchando, de una inminente ruptura del orden legal y constitucional, desde los actos y omisiones extremos de los poderes fiscales y judiciales, los casos de las señoras Dina Boluarte, Patricia Benavides, Inés Tello, Enma Benavides y Zoraida Ávalos son apenas la punta del ‘iceberg’ o el traspatio de lo que podemos perder, en cualquier momento y finalmente, como sistema de justicia, como sistema democrático y como Estado.
La pérdida de todo esto acabará por dejar a los ciudadanos, a las mujeres y a los hombres de a pie, en el desamparo judicial total, que en cierta forma ya están viviendo. Esto puede dejar a los ciudadanos en un estado vulnerable y extremo, pues se verán obligados a probar su inocencia ante un fiscal y ya no ante un juez y, con ello, estarán condenados a pasar por los mecanismos de extorsión de los que deberían defenderlos.
Ni qué decir de los colaboradores eficaces, héroes o villanos, según sus celadores.