La siguiente historia me la contó un abogado. Su cliente se reunió con un juez que iba a resolver su caso. Sin el menor empacho, el juez le pidió una cantidad por resolver favorablemente: “Usted me da el dinero y en una semana lo notifico con la sentencia”. La persona accedió pero estaba preocupado de desembolsar el dinero y que luego el juez no cumpliera con su promesa. Ante ello sugirió lo siguiente: “Que le parece si usted notifica la sentencia y entonces yo le doy el dinero”. El juez dibujó en su rostro aquella indignación generada por un insulto. “¡Por favor, señor! ¡Estamos entre caballeros!”.
El incidente (no creo que debamos llamarlo anécdota, porque las anécdotas son hechos extraños y excepcionales) pinta de cuerpo entero la seriedad del problema: muchos de sus protagonistas no son conscientes de lo que son. Son tan inmorales que reclaman como moral su propia inmoralidad. Desde corrupción hasta ignorancia, tarjetazos y mercados de favores, escasez de recursos y capacitación, el Poder Judicial convierte la justicia en su antónimo.
Mi buen amigo Enrique Mendoza, presidente del Poder Judicial, hace esfuerzos sobrehumanos para resolver un problema eterno porque no recordamos en el pasado su origen y no imaginamos en el futuro su solución. Admiro la heroicidad de aquellos buenos jueces que tienen que luchar contra todo para ser honestos, porque en el mundo de la corrupción y la ignorancia, la honestidad y el conocimiento son pecados.
En el editorial publicado en este Diario el jueves pasado se sugiere que aquellos que puedan pagar no puedan recurrir al Poder Judicial y tengan necesariamente que recurrir al arbitraje. Varios han salido a criticar que se quiera privatizar la justicia.
Lo cierto es que en el pasado ocurrió precisamente lo contrario. La justicia nació como privada y fue estatizada. El arbitraje era la forma natural de resolver controversias. Desde los primeros grupos humanos hasta los comerciantes en virtualmente toda la historia vieron en la elección por acuerdo del árbitro la mejor forma de resolver sus problemas. Solo se está planteando regresar las cosas a su origen: si tenemos un contrato, tenemos un problema privado. Y si es un problema privado, debe tener una solución privada. ¿Por qué gastar dinero de nuestros impuestos en problemas privados?
Por supuesto que entre los principales opositores estarán los abogados. A río revuelto, ganancia de pescadores, y los abogados somos especialistas en aprovechar las aguas turbias.
Como bien relata Bruce Benson, fueron los abogados los que hicieron lobby en los años 20 en Estados Unidos para que aprobaran leyes que permitían la ejecución y revisión judicial de los laudos por las cortes ordinarias y así estatizar la justicia arbitral. Antes si no cumplías un laudo la sanción era el ostracismo: nadie comerciaba contigo. No se necesitaban jueces.
Pero con las nuevas leyes la participación de abogados se incrementó drásticamente en el arbitraje que antes era un asunto que se resolvía solo entre comerciantes. Antes de 1920 la participación de abogados era realmente excepcional. Según la estadística, la representación con abogados frente a los tribunales arbitrales se incrementó de 36% en 1927 a 70% en 1938, a 80% en 1942 y a 91% en 1947.
El golpe de gracia al arbitraje totalmente privado alejado de las cortes y los abogados lo dio la decisión judicial en el Caso Paramount, en el que se declaró como boicot, y por tanto contrario a las normas antimonopolio, un acuerdo que permitía dejar de contratar con exhibidores de películas que se negaran a arbitrar o aceptar lo ordenado por el laudo. La sanción del ostracismo a quien no cumplía un laudo fue prohibida.
Un árbitro siempre tendrá una ventaja sobre un juez: su responsabilidad nace de la libertad de los que van a ser juzgados. Y nada nos hace más responsables que la libertad.