La del Perú es una democracia con identidades negativas. Es decir, sus ciudadanos no endosan ni simpatizan por partidos o movimientos políticos; tampoco se sienten afines a personalidades de manera duradera. Así ni siquiera pueden florecer caudillos. Pero ello no significa que los peruanos no tengan referentes para elegir sus preferencias políticas, solo que estas se basan en el rechazo y la animadversión, en el desprecio y, quizás, también en el odio. ¿Cuáles son los principales objetos de nuestra inquina política?
Dada la volatilidad electoral que nos caracteriza, resulta complicado sostener el rechazo a algo tan efímero como un ‘outsider’ de temporada o a un partido de paso. La historia de nuestro hígado patrio da cuenta del antiaprismo y del antifujimorismo como las principales militancias antipartidarias (pues el Apra y el fujimorismo han sido estables en nuestra inconstante oferta política en los siglos XX y XXI). La trilogía se completa con el anticomunismo, esa aversión a la izquierda que claramente excede a lo propiamente comunista, y que se expande por todo lo que implique un giro zurdo de nuestro modelo económico, por muy leve que sea. “Comunista” puede ser un terrorista de Sendero Luminoso, un populista espontáneo como Pedro Castillo y hasta un “republicano radical” (sic) como Francisco Sagasti. Dicha etiqueta se estira tanto en el Perú, que puede llegar a incluir desde un sindicalista del Fenate hasta un activista medioambientalista obsesionado con la causa de salvaguardar los océanos; desde un exvelasquista hasta cualquier exdirigente de Izquierda Unida; desde Alberto Moreno hasta Susana Villarán. El comunismo se ha convertido –en nuestra política polarizada y simplista– en un significante vacío de conceptos, pero repleto de nuestros miedos y prejuicios.
El comunismo como sistema político se caracteriza por el control estatal de la economía y de las libertades individuales. Es una combinación de estatismo y autoritarismo. Un régimen comunista puede operar libremente en el mercado –como China– porque la globalización se impone, pero dicha interacción no elimina su esencia. En regímenes democráticos contemporáneos, al comunismo le cuesta sostener enraizamiento partidario. En Europa Occidental, asoman acaso como actores de reparto en Portugal y Grecia. En América Latina, el Partido Comunista Chileno pertenece a la coalición oficialista, pero debe ser el partido comunista más a la derecha que se puede ver en la actualidad. En regímenes autoritarios, los comunistas se entronizan en el poder aniquilando cualquier viso de pluralismo y asfixiando a sus sociedades, tanto económica y política, como moralmente, como sucede en Cuba, Venezuela y Nicaragua, a vista y paciencia de sus vecinos. En estos últimos contextos, desarrollan incluso totalitarismos, pues pretenden abarcar la vigilancia de la información, la manipulación de la cultura y la vigilancia de las interacciones sociales de sus ciudadanos. Es el comunismo, dictatorial y totalitario, el que amenaza tanto los fundamentos de la democracia liberal como la universalidad de los derechos humanos.
Pero el anticomunismo que predomina en el debate público no se enfoca en el núcleo antidemocrático de su opositor, sino en el estiramiento de la categorización de comunista. Así, frivoliza una causa justa, convirtiendo a activistas anticomunistas en cazadores de fantasmas, antes que en baluartes de lo democrático. Si ser socialista, socialdemócrata, ecologista, feminista y hasta caviar (o cualquier emblema que nos disguste) es lo suficientemente izquierdoso para ser objeto del rechazo anticomunista, este también se convierte en enemigo del pluralismo político. Y las consecuencias pueden ser contraproducentes, porque parte del electorado puede terminar defendiendo al comunismo real por mera reacción al ataque que reciben. Algunas cifras de opinión pública pueden ayudar a graficar este punto.
En una encuesta nacional aplicada por Ipsos en junio de este año (contratada por la Universidad Diego Portales), incluí un índice de “pro-anti” comunismo integrado por tres preguntas que interrogan por el nivel de confianza/desconfianza, admiración/desprecio y amor/odio que despierta el “comunismo”. Las respuestas son estructuradas en un índice de cero a uno, donde cero representa “anticomunismo” y uno “procomunismo”, concibiendo al valor 0.5 como umbral de indiferencia a esta ideología. El puntaje obtenido a nivel nacional es de 0.34; es decir, proclive a su rechazo, pero no de manera tan radical, lo que sorprende en un país que vivió la violencia terrorista de un “partido comunista” como Sendero Luminoso. Más interesante aún es comparar este promedio nacional por grupos sociodemográficos y políticos. En los niveles socioeconómicos A y B, el puntaje en la escala de sentimientos hacia el comunismo bordea el rechazo radical, con valores de 0.1 y 0.2, respectivamente, pero en los restantes niveles de ingreso fluctúa entre 0.3 y 0.4. Los jóvenes tienden a ser más indiferentes al comunismo (0.4, entre las edades de 18 a 24 años) que los más mayores (0.2, entre los mayores de 60 años).
Además, las emociones que despierta el comunismo bordean la indiferencia en las zonas rurales (0.4) y no son tan radicales en las urbanas (0.3). Geográficamente, Lima es la más anticomunista (0.2) y el Oriente, el más indiferente (0.4). Cuando cruzamos esta escala con preferencias electorales, encontramos que los más anticomunistas son aquellos que votarían por Rafael López Aliaga en el 2026 (0.2) y los más tolerantes al comunismo son los electores de Verónika Mendoza (0.4) y los de Antauro Humala (0.5). El elector de Keiko Fujimori no es el más crítico al comunismo (0.3).
Hoy en día, el comunismo en el Perú tiene sus defensores. Un 25% está de acuerdo con que tiene algo que aportar al país. Este sector porta valores autoritarios y un alto rechazo al ‘establishment’. La aplicación de modelos estadísticos para identificar los determinantes pro comunismo da como resultado que los bajos niveles de ingreso y de educación, así como el residir fuera de Lima, son variables sociodemográficas asociadas con la predilección por esta ideología. También sobresale que autoposicionarse de izquierda, preferir un gobierno autoritario a uno democrático y rechazar el orden establecido aumentan la probabilidad de simpatizar con el comunismo. Quienes creemos en la democracia liberal debemos rechazar las ideologías que se estructuran en torno de autoritarismos (sean de izquierda y de derecha). Nuestras preferencias o antipatías programáticas no deben sacrificar la garantía de las libertades individuales. El anticomunismo ciego no ayuda en dicha tarea.