Juan Paredes Castro

En un país de impunidad histórica, que solo podría salir de la corrupción por la fortaleza de sus poderes sancionadores, el mayor de estos, el , agoniza de flaqueza extrema en los brazos de su nuevo presidente, José Williams Zapata, a la espera de que este le procure un milagroso soplo de recuperación.

¿Cómo el Congreso no habría de representar el mayor poder sancionador si está facultado para vacar al mayor dignatario de la Nación?

En la lucha anticorrupción, en la que hemos visto fracasar a cinco gobiernos, de Alejandro Toledo a , pasando por Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra, todos ellos predicadores de una moral pública intachable, solo quedan tres poderes sancionadores aún a salvo: la contraloría, con cada vez más solidez y credibilidad que nunca; la fiscalía, recuperada de sus sesgos investigativos y egolatrías internas; y el Poder Judicial, que aparentemente ha desmentido en muchos de sus actos la prédica jactanciosa de Nadine Heredia de que “los jueces se escogen”.

Hablo sin duda del Perú, que hasta un año atrás, con una estabilidad democrática acumulada de 20 años y un crecimiento económico sostenido de 30, podía considerarse un país viable, por encima de reformas políticas pendientes y a contracorriente de gruesas fallas en la redistribución social. El Perú comparte con Chile la mala suerte de que sus éxitos de crecimiento económico liberal hayan despertado la revancha destructiva de radicalismos de izquierda que creen que, con nuevas constituciones, en un haz de luz, se resuelven los males históricos de la pobreza y la desigualdad.

¿Qué hizo la izquierda chilena en el poder por el equilibrio social desde el democristiano Patricio Aylwin hasta la socialista Michelle Bachelet, pasando por Eduardo Frei y Ricardo Lagos, más de uno de ellos con dos gobiernos? ¿Qué hizo, en igual sentido, la izquierda peruana, detrás de Valentín Paniagua, detrás de Toledo, detrás de Humala, detrás de Kuczynski, detrás de Vizcarra, detrás de Francisco Sagasti, detrás de Pedro Castillo? Nunca llegó al poder por sí misma, como sí la chilena, pero corrió siempre detrás del antivoto aprista y del antivoto fujimorista para colgarse del poder.

En un tiempo récord sin precedentes, el Perú ha pasado a una situación de desastre generalizado, bajo una presidencia, la de Castillo, no solo no preparada para las mínimas gestiones de gobierno, sino tampoco facultada para imponer una asamblea constituyente que por ahora no necesitamos, ni para ejercer la más abierta obstrucción a la justicia que jamás hayamos visto. Pero tanto o más grave que esto es que Castillo se haya convertido, por él mismo y no por acción de sus adversarios, en fuente potencial de corrupción e impunidad, bajo investigaciones fiscales que lo sindican como cabecilla de una organización criminal.

Entendemos que el mandatario ha sido educado por padres que no le permitieron nunca tener las “uñas largas”. ¿Por qué entonces permite, con su protección, encubrimiento y complicidad, que sí las tengan tantas personas de su entorno más cercano e íntimo? Si damos por cierto que el presidente tiene, en efecto, las “uñas cortas” y las “manos limpias”, ¿no le haría bien a la confianza del país que él deslindara, meridianamente, de toda responsabilidad con sospechosos, detenidos, prófugos y protegidos?

¿Tan grande puede ser su voluntad de sacrificio como persona, gobernante y jefe del Estado, para encubrir tantos delitos, poniendo en grave riesgo su propia permanencia en el cargo y la posibilidad abierta de terminar en la cárcel?

Lo que llama a sorpresa es que, ante tal grado de impunidad presidencial, el poder sancionador del Congreso se disuelva en grave conflicto de intereses de más de un tercio de sus miembros. Los mecanismos de control, fiscalización y sanción se han mediatizado escandalosamente. Y apenas queda libre la prerrogativa de censura como elemento, irónicamente, de cura en salud de los propios ministros, que con solo dejar el cargo sienten expiadas sus responsabilidades penales.

Si bien puede verse lejana la posibilidad de que Williams Zapata venza finalmente los intereses en juego que el Gobierno ha logrado entretejer en más de un tercio del Congreso, no se descarta que el acelerado desgaste de Castillo y su entorno, a causa de las investigaciones fiscales, termine por socavar el sobre-poder de los votos parlamentarios protectores y cómplices hasta hoy de la impunidad presidencial.

Quienes son usufructuarios de ese sobre-poder parlamentario que, entre otras cosas, torna prácticamente imposible ejecutar una vacancia presidencial, parecen haber introducido en su naturaleza, por conducto intravenoso, una alta dosis de cinismo y gansterismo político, al más puro estilo de mafias ya extintas.

Extrañamente, este sobrepoder parlamentario de los llamados ‘niños’ goza de la más absoluta impunidad interna y externa, sin que se les mueva una pestaña a congresistas y fiscales probos, que acaban también, por último, siendo cómplices.

Juan Paredes Castro es analista político

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