El Estado Peruano es uno cuasifallido: hace muy pocas bien, y muchas cosas mal. Esto es tan cierto en términos absolutos (nuestra cruda realidad) como en términos relativos (comparados con la región).
Usando el Índice de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, por ejemplo, podemos observar que el Perú destaca en muy pocas cosas; entre ellas, nuestra estabilidad macroeconómica (primer lugar entre 141 países), que se descompone en una baja tasa de inflación y en un excelente manejo de deuda, y nuestra apertura comercial (puesto 16). De ahí, el índice nos puntúa bien en salud (aunque el indicador base es expectativa de vida, un factor exógeno más que endógeno).
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Luego, todo va de mal en peor. Casi en cualquier indicador que usemos, el Perú aparece de mitad de tabla para abajo, compitiendo muchas veces con países subsaharianos. Y no en cosas menores, ojo. En crimen organizado, aparecemos en el puesto 134; en servicios policiales, en el 131; en independencia judicial, en el 122; en peso regulatorio, en el 128, y en eficiencia del sistema de justicia, en el 134. Nuestras instituciones, ya sabemos, son un desastre.
En infraestructura no andamos mejor: puesto 110 en calidad de pistas, 95 en densidad de trenes, 92 en eficiencia del transporte aéreo y 84 en eficiencia del servicio de carga marítima. En competencias y mercado laboral (clave en el futuro próximo) andamos igual: puesto 117 en habilidades de la masa laboral actual, 134 en prácticas de contratación y despidos, 83 en flexibilidad laboral y así. En innovación, estamos en el puesto 90, y en dinámicas empresariales, en el 97. El foro ya no mide calidad educativa, pero hasta hace poco aparecíamos entre los peores del mundo (134 sobre 138).
Esa es nuestra realidad. Aun así, el Perú creció a tasas asiáticas por casi 20 años. Las razones son harto conocidas: las reformas realizadas a inicios de los 90 crearon un ambiente propicio para atraer inversiones y nuevas tecnologías. La apertura comercial, la estabilidad macroeconómica y el bajo punto de partida (una economía empobrecida) hicieron buena parte del resto. Esa palanca para atraer mayores flujos de capital y desarrollo tecnológico, lamentablemente, ya no es la misma: ha perdido fuerza por las microrregulaciones y el populismo rampante de los últimos 10 años.
No obstante, pocos reparan en este Estado calamitoso. ¿Quién es el responsable de ello? ¿El sector privado? ¿Qué hicieron los que gobernaron con los beneficios de ese crecimiento y con los tributos que se generaron? La respuesta es simple: se perdieron en medio de la complacencia y las corruptelas de una clase política oportunista y populista.
Hace unos años, el riesgo era estancarnos en la trampa de los ingresos medios. Hoy, el reto es mayor: lidiar con la paradoja del populismo. La suma de años de políticas cortoplacistas pero populares, la crisis sanitaria y económica brutal que vivimos y nuestro precario ambiente institucional brindan la receta perfecta para que la ciudadanía apueste por más populismo. Requerimos de un liderazgo responsable, enfocado y transparente, que advierta de los riesgos, promueva la prudencia macroeconómica y defienda las pocas instituciones existentes. Lamentablemente, no percibimos dichos atributos ni en Palacio de Gobierno ni en el Congreso.