Maite  Vizcarra

La barbarie en Puno y alrededores que vemos vía redes sociales nos acongoja, nos demuele y probablemente nos está volviendo muy pesimistas respecto del futuro. Por eso, le propongo ahora un ejercicio que se oriente a construir escenarios de esperanza en base a asociaciones –casi– imposibles.

Por ejemplo, ¿qué tienen en común un habitante noruego del frío Tromsø y uno de las laderas del Salcantay? A primera vista, tal vez parezca que nada. Pero luego de ver la película “” es inevitable para mí –llevo cerca de siete años viviendo entre ambas naciones– no encontrar relaciones en torno a la idea de lo comunitario.

En noruego existe una palabra cuyo sentido es muy cercano al del ayni andino, el que justamente apreciamos de manera clara en varias escenas del film. El ayni, ese tipo ancestral de trabajo colaborativo que aún se practica en las laderas del Salcantay y que permite la consecución de objetivos ambiciosos, tiene su versión análoga en la sociedad nórdica, en donde se denomina ‘dugnad’. Esta palabra, que puede traducirse como “colaboración”, identifica principios de vida similares a los de la tradición andina que, a diferencia nuestra, aún perviven en la Noruega del siglo 21 y sobre la que reposa uno de los fundamentos de la prosperidad de ese país: la confianza.

En “Willaq Pirqa” también aparece otra asociación –casi imposible– entre el mundo nórdico y el andino: la aplicación de la ley de Jante –Janteloven– o el pegamento social de la prosperidad nórdica. Un resumen breve de los diez principios que componen esta ley no escrita apunta a destacar la relevancia de ser feliz acentuando las cosas que nos hacen comunes y no las que nos apartan. Por lo tanto, querer distinguirse del otro –racial, social, cultural o simbólicamente– no es simpático en los nórdicos.

Volviendo a la barbarie que hemos presenciado en los últimos días, resulta ocioso decir que cualquier muerte, venga del lado que venga, no puede no dolernos. Pero, además, en el afán de explicar cómo hemos llegado a este punto, algunos expertos han mencionado el y la ausencia del estado formal en las regiones sureñas donde se está expresando más violencia.

El abandono, las brechas y la fractura social en el país no son una novedad. Ya se han convertido en el paisaje normalizado y, por ello, hay que hacer esfuerzos serios para buscar soluciones que rescaten alguno de esos valores andinos que he mencionado y que se parecen tanto a esas leyes no escritas de las admiradas y prósperas sociedades nórdicas.

Puede que a usted le resulte un tanto ‘naif’ creer que, con la mera aplicación de prácticas sociales no escritas, se pueda garantizar crecimiento y paz, pero la evidencia empírica (“The Economist”) muestra que parte del éxito socioeconómico de realidades tan lejanas físicamente como las de Noruega se sostiene en esas prácticas.

De cara a las próximas elecciones, sugiero a quienes se lancen al ruedo inspirarse en esos modelos que han logrado conseguir amplias libertades civiles y robustos derechos sociales en un marco de gran prosperidad. Y ello, yendo más allá de la gastada narrativa entre polos opuestos extremos.

Y para que no se crea que es una misión casi imposible, les daré una pista más a esos futuros contendores políticos: no se trata de castigar la riqueza, ni de ensalzar la pobreza; se trata de vivir con lo adecuadamente necesario y ello supone una gran cuota de solidaridad y deseo de parecerse entre sí. Hay que trabajar fuertemente para volver a construir una clase social intermedia a la que se puedan acercar los de arriba y los de abajo, y que ese afán de movilidad social no se vea castigado con prejuicios ni complejos.

Una feliz vida austera es la que tenemos que empezar a buscar en el Perú, en la que se viva con lo suficiente –sin culpa ni pena– y a la que la mayoría de peruanos y peruanas de todo tipo podamos acceder

Maite Vizcarra es tecnóloga, @Techtulia

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