Luego de 24 años en el poder, la tiranía de Bashar Háfez al Asad en Siria colapsó repentinamente este fin de semana. Tan solo hace dos semanas, pocos esperaban o siquiera consideraban esa posibilidad.
La caída de Al Asad debe ser bienvenida, pero incrementa la incertidumbre en una región inestable e impredecible. El derrumbe cambia la geopolítica de la región y hasta la de los grandes poderes.
La dictadura de Al Asad fue presidida por la de su padre, quien gobernó por tres décadas. Los Asad hicieron de Siria el país menos libre y, en años recientes, el más miserable de la región. Según el “Índice de Libertad Humana”, Siria ocupa el lugar 165 de 165 países, y la desdicha de los sirios es aún peor, ya que su país se encuentra en la región (Medio Oriente y Norte de África) menos libre del mundo.
Human Rights Watch describió así los abusos del régimen: “El gobierno de Al Asad cometió innumerables atrocidades, crímenes de lesa humanidad y otros abusos durante sus 24 años de presidencia. Entre ellos figuran detenciones arbitrarias generalizadas y sistemáticas, tortura, desapariciones forzadas y muertes durante la detención, uso de armas químicas, inanición como arma de guerra y ataques indiscriminados y deliberados contra civiles y bienes de carácter civil”.
El régimen fue impopular y representó a una minoría de la población, pero perduró largo tiempo porque recibió apoyo importante desde el exterior. El respaldo militar de Rusia e Irán, especialmente durante la guerra civil que empezó en el 2011 y mató a alrededor de 500.000 personas, fue clave.
Rusia apoyaba a Siria, entre otras razones, porque pudo mantener una base aérea y una naval allí que le permitía proyectar su poder militar en el Mediterráneo. El apoyo de Irán a Siria les daba la habilidad a los persas de usar el territorio sirio (además del de Irak) para apoyar al grupo islámico Hezbolá en el Líbano en su lucha contra Israel. Además, el respaldo a Siria formaba parte de la lucha iraní contra Arabia Saudita por el poder regional.
La respuesta bélica de Israel a las atrocidades de Hamas el 7 de octubre del año pasado y a los ataques de Hezbolá destruyó la capacidad de ambas organizaciones terroristas. El ataque de misiles de Irán a Israel se mostró incapaz de infligir daño, y la respuesta de Israel a ello –un contraataque– debilitó aún más a un Irán humillado.
Siria ya no pudo contar con el apoyo militar de Hezbolá que ofrecía Irán. Por su parte, la guerra de Rusia en Ucrania dejó sin suficientes recursos a los rusos para seguir apoyando a Siria. El régimen de Al Asad colapsó cuando perdió el apoyo militar externo.
En cierto sentido entonces, los sirios deben su liberación, por lo menos en parte, a los israelíes y a los ucranianos. Tanto Rusia como Irán descubrieron el mito de la estabilidad autoritaria, esa idea de que se puede lograr la estabilidad apoyando a una dictadura. También descubrieron que sus posturas militares estaban sobreextendidas.
Lo que viene ahora es incierto. El grupo que lideró la rebelión con el apoyo de Turquía tiene antecedentes autoritarios y un récord de abusos humanos según Human Rights Watch. Una democracia siria es una posibilidad, pero no está para nada garantizada. Numerosos otros grupos sirios con conexiones en el exterior también querrán gobernar.
Mientras tanto, en su red social, el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, declaró: “Siria es un desastre, pero no es nuestro amigo, y Estados Unidos no debe tener nada que ver con ella. Esta no es nuestra lucha”. ¿Será que finalmente veremos que Medio Oriente atenderá un problema regional sin mayor intervención de algún superpoder mundial?