"De todas las historias sobre el devastador incendio en Australia, donde perecieron millones de árboles y animales de todo tipo, además de una veintena de seres humanos, hay dos que destacan". (Foto: AFP)
"De todas las historias sobre el devastador incendio en Australia, donde perecieron millones de árboles y animales de todo tipo, además de una veintena de seres humanos, hay dos que destacan". (Foto: AFP)
/ SAEED KHAN
Carmen McEvoy

De todas las historias sobre el devastador incendio en Australia, donde perecieron millones de árboles y animales de todo tipo, además de una veintena de seres humanos, hay dos que destacan. La primera la protagoniza Mary Voorwinde, quien luego de la catástrofe medioambiental que arrasó bosques enteros, se dirigió a uno de ellos a tomar fotografías. Lo que publicó Voorwinde sorprendió a muchos. En medio de las cenizas de una naturaleza calcinada renacía la vida, expresada en pequeños brotes verdes y flores que con su belleza desafiaban al horror. De las decenas de imágenes que dan testimonio de la resiliencia de la naturaleza enternece la de un grupo de canguros brincando bajo la lluvia, luego del infierno vivido. Y es que en este tipo de tragedias siempre hay espacio para la esperanza. Tanto en imágenes como en actos heroicos que, si ello es posible, nos redimen de nuestro egoísmo e irresponsabilidad. Porque fueron los bomberos australianos y de otras partes del mundo los que nos dieron una lección de sacrificio en pos del bien común. A propósito de ello, recién nos enteramos de que en medio de un incendio de proporciones apocalípticas un equipo de bomberos se encargó de una misión de protección ambiental inédita en la historia australiana y quizá mundial. Me refiero al salvataje, envuelto en mil peligros, del ‘Wollemia nobilis’, una especie prehistórica que data de la era de los dinosaurios. Una conífera que viajó a través del tiempo sobreviviendo millones de años y ahora reside en una comunidad de doscientos “hermanos árboles” con un código genético similar. Resulta obvio que su destrucción hubiese significado no solo una pérdida para Australia, “sino para toda la humanidad”, como lo recordó un científico involucrado en la operación secreta.

En una dimensión del tiempo inentendible para el presentismo humano, los árboles llevan a cabo muchas de las funciones propias de nuestra especie. Estudios recientes señalan que los árboles comen, respiran, compiten por recursos, se comunican con sus pares e incluso los alertan de presencias que los puedan poner en peligro, sintiendo, además, la partida de un miembro de su comunidad. Más aún, robles, pinos, eucaliptos, encinas, alcornoques, abedules, álamos, jacarandas, castaños, cedros, entre otros más, “conversan” mediante un lenguaje químico transmitido de raíz en raíz. David Haskell, mi colega en el Departamento de Biología de Sewanee, observa que los árboles son criaturas sociales que aprenden, intercambian bienes e información y, a pesar de no tener un cerebro, se mantienen alertas ante los múltiples desafíos que diariamente enfrentan. En su extraordinario libro “The songs of trees: Stories from nature’s great connectors”, David analiza una docena de especies de árboles alrededor del mundo (con GPS incluido) capturando las múltiples conexiones, también con los seres humanos, que ocurren en el mundo arbóreo. Escuchar a los árboles, “los grandes conectores”, es aprender a habitar en un mundo de relaciones que dotan a la vida de origen, sustento y belleza. La lección a aprender es que el bosque, que David nos enseña a mirar con nuevos ojos, no es una colección de entidades independientes, sino un lugar forjado por variadas formas de relaciones, donde incluso cuando se pierde se gana en esa dimensión larga y fluida que rige a todas sus criaturas. Tanto árboles, insectos, humanos, pájaros y bacterias somos pluralidades, señala Peter Wohlleben, que resuelven sus tensiones evolutivas entre el conflicto y la cooperación. Estas luchas no acaban, como usualmente se piensa, en la imposición del más fuerte sino en una relación que prosigue por y para la preservación del conjunto que es finalmente una “comunidad de vida”.

En su novela “The Overstory”, Richard Powers establece un bellísimo correlato entre nueve historias tremendamente humanas y la omnipresencia, en cada una de ellas, de un árbol cuyo papel es ser acompañante y testigo silencioso de un drama particular. Catalogada como una reflexión profunda del daño psíquico que se ha producido en el hombre cuando decidió separarse de la naturaleza, la novela de Powers muestra que existen seres humanos que aún siguen dando la pelea a pesar de todo. Existen algunas fotos del momento en que decenas de compatriotas vivieron su propia Hiroshima en Villa El Salvador. Si la comparación les parece exagerada, pregunten a los doctores y enfermeras que trataron de salvar las vidas de esos angelitos carbonizados e irreconocibles por un fuego similar al de una bomba atómica. En una de las fotografías de ese atentado contra la vida, perpetrado por una sarta de irresponsables –ese comunicado de Transgas es vergonzoso– y un Estado ausente, se ven tres macetas y una rama de árbol sobre una casa calcinada. Ni siquiera la jardinera central de la calle tiene árboles, esas nimiedades no le interesan a un alcalde altanero que anda en reuniones de alto nivel. Sin embargo, la historia que conmueve es la de ese niño de 13 años que se soltó de la mano de su madre para rescatar a su perrito. Conectándose, tal como lo hacen los árboles cuando detectan el peligro y emiten señales para la defensa del otro. El héroe anónimo que no pudo emitir señales y por ello decidió entrar a la casa incendiada terminó con el 60% del cuerpo quemado. Es triste admitirlo pero ni la inmolación de Juan Orlando Valladolid ni los 2.500 donantes de sangre, reaccionando igualmente como comunidad solidaria, podrán salvarnos de un ecosistema perverso que en algún momento optó por la corrupción, el crimen y la muerte. Solo una sociedad cercana a la naturaleza –organizada en defensa de la vida en sus múltiples expresiones– podrá liberarnos de tanto horror.

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