Javier Díaz-Albertini

Es común escuchar que entre personas hay “química”, refiriéndose a que se llevan muy bien, se complementan, se tienen gran empatía y disfrutan de la proximidad. Por el contrario, si no la tienen, están condenados a una relación sin mayor compatibilidad. Lo curioso es que investigaciones recientes muestran que hay una estrecha relación entre lo que llamamos amor y la química en nuestro cuerpo.

La antropóloga Helen Fischer ha investigado intensamente el asunto de la química del amor en nuestro cerebro (National Geographic, febrero del 2022). Utilizando lo último en tecnología –principalmente, la resonancia magnética–, ha estudiado por diez años lo que ocurre en el cerebro cuando una persona está enamorada. Por ejemplo, compara las reacciones químicas al mostrar a los sujetos participantes fotos de sus parejas con otras neutras. Cuando ven al ser amado, se dispara la dopamina, un neurotransmisor responsable de muchos aspectos, pero muy ligado al placer y la motivación. Como señala el artículo mencionado, “en las proporciones adecuadas, la dopamina induce energía, entusiasmo, concentración y motivación para obtener recompensas”.

Dicen que el amor también es locura. Bueno, otra investigación muestra que los enamorados y los obsesivos compulsivos comparten en común el hecho de que tienen –en promedio– mucho menos serotonina en la sangre que sujetos “normales”. Cuando se bloquea el flujo de este neurotransmisor, se reacciona de manera exagerada al interpretar la información proveniente del entorno en forma errónea, lo que lleva a que las personas vivan ansiosas y adviertan aprensiones poco sensatas. Esto quizá explique por qué los enamorados no pueden vivir sin el otro, una obsesión cuyas consecuencias –como bien describió Shakespeare– pueden ser trágicas.

En el liderazgo también se puede hablar de química; en este caso, entre el líder y sus seguidores. Los líderes más efectivos son los capaces de generar confianza y ello tiende a ocurrir cuando proyectan emociones positivas y esperanzadoras. Estudios realizados por Paul Zak (“Harvard Business Review”, 2017) tienden a respaldar la hipótesis de que un clima de confianza descarga la oxitocina, el neurotransmisor detrás de la colaboración. Para ello, el líder debe mostrar niveles altos de inteligencia emocional que le permitan comunicarse efectivamente con los seguidores y responder a sus principales preocupaciones y necesidades.

Ninguno de los candidatos en la segunda vuelta electoral logró generar una buena química masiva con los electores. Ambos llegaron al balotaje por accidente, un destino cruel para nosotros e incongruente con la noción de que Dios es peruano. Lo que primó fue la aversión al castigo o sufrimiento y no la esperanza de un futuro mejor. La polarización exacerbó sentimientos catastróficos: una mitad de la población buscaba salvarse del comunismo y la otra, de la cleptocracia y el autoritarismo. No importaban mayormente las dudosas cualidades de los candidatos, sino los miedos y el odio. Estos sentimientos y emociones tienden a bloquear el razonamiento.

Aun así, podemos conceder que Pedro Castillo sí tuvo la capacidad de conectarse emocional y anímicamente con un sector no muy grande pero apreciable de la ciudadanía. El mensaje “No más pobres en un país rico” y la imagen de campesino (sombrero incluido) justo cumplían con una proyección positiva como la que antes describíamos. Sin duda alguna, no fue la diatriba anacrónica de Vladimir Cerrón la que llevó a que tantos peruanos marginados apostaran por el maestro candidato.

En vez de inteligentemente cultivar y ampliar esta conexión con la ciudadanía, Pedro Castillo rápidamente desperdició su frágil capital político. Primero, perdió a los votantes anti-Keiko por su actitud de copamiento del Estado e íntima relación con corruptos. Segundo, enajenó a la izquierda independiente por su incapacidad para establecer ejes programáticos y acciones efectivas de cambio. Tercero, está erosionando el respaldo de los peruanos más necesitados por su patente desgobierno e ineptitud.

Resulta sumamente difícil recuperarse de la castración de la poca química que antes existía. Ese milagro no ocurrirá. El clientelismo y un Congreso impopular lo mantendrán a flote. Mientras, no obstante, como San Martín de Porres, Castillo está logrando otro tipo de milagro: unir a los perros, gatos y ratones de un país polarizado en la búsqueda de su pronta salida.

Javier Díaz-Albertini es sociólogo y profesor de la Universidad de Lima