Las últimas semanas han puesto en portada, una vez más, lo que ha sido siempre un secreto a voces: la corrupción en el Perú y la captura de rentas por grupos privilegiados –sin importar de dónde vengan– no solo es una realidad en nuestro país, es endémica y está institucionalizada. El hallazgo en Palacio de Gobierno de US$20.000 en efectivo en el baño del secretario presidencial se une a una larga lista de actos de corrupción que los peruanos hemos tenido que enfrentar –quisiera decir en los últimos años– durante toda la historia de la República. Hemos llegado al bicentenario acompañados por 200 años de corrupción y, con esa costumbre tan de tapada limeña, nos hemos cubierto un ojo y desviado la mirada con el otro. No hemos tenido el valor de enfrentar a la corrupción y el impacto que esta tiene en el funcionamiento del país y en la confianza de los peruanos en el Estado, los empresarios, los políticos y en otros ciudadanos.
¿Por qué el Perú no logra llegar al desarrollo? Una de las razones es la debilidad del Estado de derecho. Esto es, las normas que nos rigen y las instituciones que obligan a los ciudadanos a cumplirlas. La principal razón de ser del Estado de derecho es la predictibilidad. Que los ciudadanos sepan con claridad cuáles son las reglas del juego y cuál es la consecuencia de no cumplirlas, sin que dicha consecuencia sea negociable. La corrupción y los privilegios –que son una forma de corrupción– violentan el Estado de derecho y nos demuestran que en el Perú no todos somos iguales ante la ley.
La izquierda peruana ha cuestionado siempre a los poderes fácticos, refiriéndose a aquellos grandes empresarios que tenían acceso al poder de turno y que, gracias a ello y algunos millones en una cuenta ‘offshore’, obtenían millonarios contratos con el Estado. Los videos del asesor Montesinos en la salita del Servicio de Inteligencia Nacional nos mostraron cómo se compraban votos en el Congreso, resoluciones judiciales y grandes contratos con fajos de dinero sobre la mesa. Mientras que ya bien entrado el siglo XXI, el Caso Lava Jato demostró el “trabajo en equipo” de empresarios inescrupulosos para repartirse la torta de los contratos de infraestructura. Los acuerdos para prorratear el porcentaje correspondiente a las coimas llegaban, incluso, a las actas de directorio de los consorcios, demostrando lo institucionalizada que está la corrupción en nuestro país. Hace unos días, desde los gremios y las grandes empresas, comenzó a circular el ‘hashtag’ #PorUnPerúSinCorrupción y, considerando todo lo anterior, uno se pregunta si un ‘hashtag’ realmente es suficiente para luchar contra este acto delictivo. Sobre todo cuando el sector privado es muchas veces sujeto pasivo y, otras tantas, incitador, pero siempre cómplice de actos de corrupción.
La corrupción afecta a todos los peruanos porque encarece las inversiones en infraestructura y el acceso a servicios. Y es que el dinero para “facilitar” los procesos tiene que estar incluido en el precio pactado. Pero, además, nos convierte en una sociedad sin valores, sin ética y sin principios, y donde nadie puede confiar en el otro y mucho menos en los funcionarios públicos y el Estado. La corrupción nos afecta a todos, pero en mayor medida a los más pobres, aquellos que necesitan del Estado para satisfacer sus necesidades más básicas, porque se malversan recursos para financiar grandes proyectos con grandes sobrecostos, como la refinería de Talara, las IIRSA o la Línea Amarilla, en lugar de destinarlos a programas productivos de lucha contra la pobreza e infraestructura básica.
Pacheco y los US$20 mil en Palacio de Gobierno vuelven a poner en escena la necesidad de iniciar una incómoda conversación sobre lo que cada uno de nosotros está haciendo para acabar con la corrupción. No podemos conformarnos con ‘hashtags’ ni creer que la corrupción está solo en el sector público.
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