Toda corrupción es nefasta. Además de robarle recursos imprescindibles a una sociedad, exacerba la desigualdad al concentrar más riqueza entre las élites económicas y políticas.
En su obra fundamental, “Historia de la corrupción en el Perú” (2013), Alfonso Quiroz nos recuerda que, a pesar de variaciones en los modos predominantes de corrupción, hay algunos que perduran en el tiempo. En el caso peruano, el modo predominante ha estado ligado al Poder Ejecutivo: “la ganancia y el botín ilegales del patronazgo realizado por virreyes, caudillos, presidentes y dictadores” (p. 47). Acompañando esta constante, hay otros modos duraderos, pero cuya gravitación es fluctuante dependiendo del momento histórico: tiempos de predominante corruptela militar, otros liderados por grandes contratistas y empresarios, o una combinación de ambas.
Me gustaría añadir que –en los gobiernos civiles a partir de 1960– la corrupción desde el Ejecutivo también podría diferenciarse por tres tipos distintos de copamiento: el partidario, las redes cercanas (familia, amigos, compadres, paisanos) y el mercenario, que tiene al intercambio de favores o dinero como principal vínculo. Cada uno lleva a formas siniestras, pero diferenciadas, de corrupción, lo que debe conducir a maneras distintas de combatirlas.
Siguiendo estas categorías, podemos clasificar a los gobiernos democráticos desde 1963. Por ejemplo, el primer gobierno de Belaúnde (1963-1968) estuvo caracterizado por un copamiento partidario que facilitó la corrupción en alianza con miembros de las Fuerzas Armadas (escándalo del contrabando). De igual manera, en el primer gobierno de Alan García, el Apra tomó por asalto al Estado dando lugar a múltiples casos de cohecho. La política económica heterodoxa amplió las oportunidades de enriquecimiento ilícito desde el gobierno y en numerosos frentes.
Con el autogolpe de 1992, Alberto Fujimori gobernó con un sistema prebendario que involucraba fuertemente a las Fuerzas Armadas y grupos económicos que se beneficiaban de los cambios en la política económica (bajo el paraguas del “ajuste estructural”). Siendo incapaz de copar al Estado por falta de partido y cuadros, enfocó la corrupción sobre los fondos provenientes de la privatización, concentrados en el Ministerio de la Presidencia, el Servicio de Inteligencia Nacional y en la compra de armamentos.
Los gobiernos a partir de Alejandro Toledo tampoco tuvieron la capacidad de copar por la vía partidaria o redes cercanas. Los partidos ya eran cascarones y el parentesco o amiguismo eran insuficientes para capturar un gobierno central grande y complejo. Pero para entonces la corrupción ya empezaba a estar incentivada, gestionada y dominada por las grandes empresas privadas. Fue la época de Odebrecht y otras corporaciones rapiñas. La gran corrupción, más que nunca, se concentró en la captura de megaproyectos y, para ello, solo era preciso contar con un número reducido de operadores estratégicamente ubicados.
El actual Ejecutivo, en cambio, está envuelto en una corrupción basada en el copamiento informal, salvo quizás el caso particular del Minsa y Perú Libre. Tampoco hay una clara presencia de grandes grupos económicos o de considerable corruptela militar. La familia presidencial tiene un rol, pero tiende a ser el de “abrir puertas” o “tender puentes” a operadores duchos en hacer trampa, algunos de ellos ávidos de sacar rédito de su oportunista apoyo a la candidatura de Pedro Castillo. Ello quizás explique la falta de lealtad de muchos de estos operadores y cómo pasan de fieles escuderos a colaboradores eficaces.
En el copamiento basado en partidos caudillistas o en redes cercanas, la principal dificultad en la lucha contra la corrupción es llegar a las esferas más altas. Es así porque están organizadas en forma análoga a la ‘cosa nostra’: la lealtad es recompensada gracias a una sólida estructura que protege al acusado y a su familia. Los operadores directos están dispuestos a sacrificarse. Ese fue el caso de Alan García por años, hasta que los exejecutivos de Odebrecht lo delataron.
En cambio, cuando predominan los mercenarios, hay menos reparos porque la relación con la autoridad está basada en un flujo continuo de beneficios e impunidad. Cuando estos beneficios disminuyen o acecha la justicia, la fuga o confesión de parte se convierten en reacciones comunes.