Para sorpresa de muchos, la reciente Cumbre Anual Internacional por la Integridad, organizada por la Contraloría del Perú, trajo consigo el potente mensaje de cuán desenfocadas están las políticas anticorrupción que promueven muchos gobiernos en el mundo, incluido el nuestro.
El mensaje, que el propio contralor de la República, Nelson Shack Yalta, hizo suyo en su discurso central, poniendo intensamente la lupa fiscalizadora sobre concesiones, contratos, arbitrajes, supervisiones y regulaciones, consiste en reconocer que no hay política anticorrupción capaz de tener éxito si no comienza por atacar la red de impunidad que se mueve al interior de cada Estado.
Es en este ámbito, el del Estado, donde actúan los mecanismos burocráticos de poder e influencia al servicio de una criminalidad que exhibe todas las características exteriores de honestidad, legalidad y hasta legitimidad. Mejor encubierta no podría estar.
Basta ver desfilar a exmandatarios y ex primeros ministros por los estrados judiciales, con graves acusaciones de corrupción, para llegar a la conclusión de que la criminalidad del Estado no es una hipótesis que estudiar sino una realidad que constatar.
Quien esto escribe no pudo quedarse más perplejo ante la anécdota que contó en un desayuno con periodistas peruanos el sociólogo colombiano Fernando Cepeda. Recordaba Cepeda que una vez le preguntaron sobre la corrupción en Colombia, como si se tratara de hablar del pan de cada día en ese país. Su insólita respuesta fue que en Colombia ya no existía corrupción alguna. Esta había evolucionado a un alto grado de sofisticada criminalidad en y desde las más poderosas estructuras del Estado, ya sea política, económica o judicial.
Vistas así las cosas, las contralorías de todo el mundo han hecho sonar sus campanas de alerta para liberarse de una buena vez de la visión errónea y desenfocada de la corrupción y la anticorrupción. Ellas quieren detectarla mejor donde realmente está engrosando filas (el Estado) y quieren combatirla mejor con las armas apropiadas, que no son precisamente los discursos políticos sectarios, que insisten en ver la paja en ojo ajeno (la oposición) y no la viga en el propio (el Gobierno).
Hay políticas anticorrupción como la promovida por el presidente Martín Vizcarra: más orientada a barrer del camino del poder a opositores y adversarios que prioritariamente enfocada, como debiera ser, a destruir impunidades, endurecer sanciones y establecer nuevas reglas de juego que hagan cada vez más estrecho y nulo el campo de maniobra de la criminalidad estatal.
Las investigaciones del emblemático Caso Lava Jato (que en el Perú no han ido más allá de ser eso, investigaciones; excepto por la condena al ex gobernador regional de Áncash, César Alvarez) viven hasta hoy de prisiones preventivas en lugar de carcelerías con sentencias probadas. Viven alimentando a diario, en la prolongación de sus procesos, un clarísimo tejido de impunidad. Y lo que es peor: hay tal pérdida de autoridad en las altas instancias fiscales y judiciales que los administradores subalternos de la persecución del delito y de su juzgamiento se convierten, en sí mismos, en poderosísimas únicas y últimas instancias, capaces de demandar, por ejemplo, la nulidad de sentencias inamovibles como las del Tribunal Constitucional. De modo que fiscales y jueces, por honorables que sean, hacen de la justicia, quizás sin desearlo, una enorme ficción.
Cuando hablamos aquí de una criminalidad del Estado no estamos involucrando solamente comisiones de delito abiertos que sin duda los hay, sino comportamientos, manejos y decisiones delincuenciales encubiertos. No hay estructura de corrupción más fuerte y extendida que la que distribuye sus tentáculos en los presupuestos, las inversiones y los contratos de obras públicas, pero también en los poderes políticos de ejecución y supervisión, en los poderes que legislan y juzgan con nombres e intereses propios y en los poderes económicos y financieros que penetran los recovecos del Estado como Pedro en su casa.
Las políticas anticorrupción en el Perú y en otros países del mundo están gravemente desenfocadas. Toca a las contralorías de aquí y allá devolverles su real sentido, haciéndolas sinceras y eficientes.