Hace dos semanas, el expresidente Alejandro Toledo fue sentenciado en primera instancia a 20 años de prisión por haber recibido sobornos de la empresa Odebrecht durante su gestión gubernamental. Y la semana pasada se inició el juicio contra el expresidente Martín Vizcarra, acusado de corrupción mientras ejerció el cargo de gobernador de Moquegua (2011-2014). Más allá del aspecto penal, en términos políticos, estos juicios ilustran la debacle de alternativas políticas de centro.
Toledo encarnó la esperanza de la institucionalización democrática con la continuidad del modelo económico de mercado, después del desplome del fujimorismo de la década de los 90. Su gestión fue decepcionante, aunque en las elecciones del 2011 parecía una opción política relevante, ocupando precisamente el espacio entre Ollanta Humala y Keiko Fujimori. No logró reconvertirse y evolucionar como político, y en el 2016 terminó siendo una caricatura de sí mismo. La evidencia de actos de corrupción en su contra terminó convirtiéndolo en un prófugo y en la encarnación de aquello en contra de lo que se había sublevado como figura política en el cambio de siglo.
La decepción de la promesa de la institucionalización democrática hizo colapsar el centro en las elecciones del 2006, en las que Valentín Paniagua apenas obtuvo el 5,75% de los votos. Sin embargo, figuras como Alan García y Lourdes Flores tendían a converger hacia el centro político, desde la izquierda y desde la derecha. Las figuras de Humala, de un lado, y de Martha Chávez, del otro, parecían encarnar las posturas más extremas. Y, en el 2011, si bien ganó Humala desde la izquierda, tendió también a situarse más al centro, lo mismo que candidatos como Pedro Pablo Kuczynski y el propio Toledo. Quien podría haber liderado una opción de centroizquierda fue Susana Villarán, electa alcaldesa de Lima en el 2010, pero los serios problemas de gestión, primero, y las serias denuncias por corrupción, después, liquidaron esa posibilidad.
Pero, ciertamente, llamaba la atención la ausencia de candidatos que expresaran más orgánicamente posturas moderadas y reformistas. En el 2016, Alfredo Barnechea, con Acción Popular, y Julio Guzmán, con lo que después sería el Partido Morado, parecieron encarnar una reactivación del centro político. Más todavía, desde la derecha, Kuczynski parecía desplazar posturas más extremistas (el fujimorismo) y Verónika Mendoza con el Frente Amplio lo mismo desde la izquierda (Gregorio Santos).
Después de la renuncia de Kuczynski, en medio de los conflictos entre el Ejecutivo y el Congreso controlado por el fujimorismo, Vizcarra pareció reactivar por un momento banderas como el combate a la corrupción, el impulso a las reformas institucionales en el ámbito de la justicia y la política, y la defensa del equilibrio de poderes. Desde ese ímpetu reformista logró ser un presidente muy popular, y sobre esa popularidad disolvió constitucionalmente el Congreso. Pero también potenció una lógica de polarización que terminó con su vacancia; sus altos niveles de popularidad impidieron un gobierno más conservador como el de Manuel Merino y abrió nuevamente una oportunidad para un gobierno de transición con vocación de centro con Francisco Sagasti. Sin embargo, los embates de la pandemia, la segunda ola de contagios y el escándalo del ‘Vacunagate’ debilitaron las opciones de centro. Ni Acción Popular, ni el Partido Morado, ni Juntos por el Perú, ni George Forsyth lograron reactivar ese espacio y el escenario terminó siendo copado por opciones extremistas de derecha e izquierda.